Padre, confieso que he pegado
Antonio Avendaño
6 MAY 2014
La imaginaria escena tiene lugar en la Iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción de Canena (Jaén). Un día de mayo. Última hora de la tarde. Un hombre, todavía joven, entra con paso enérgico en el templo y se dirige al confesonario, donde le espera don Pedro, el párroco.
-Buenos tardes, padre. Avemaría Purísima.
-Sin pecado concebida, hijo mío. Tú dirás.
-Le he pegado a mi mujer, padre.
-Vaya por Dios. ¿Y cuántas veces lo has hecho, hijo mío?
-Esta semana, dos.
-No son muchas, pero no son pocas.
-Pero la semana anterior y la otra, ninguna.
-¿Y cómo le pegaste, fuerte o flojo?
-Normal. Yo creo que más bien flojo.
-¿Con saña o sin ella?
-Yo creo que sin saña, sí, sí, seguro, sin saña.
-¿Ni siquiera te recreaste un poco en la violencia?
-No, no, ya estoy acostumbrado, y yo creo que ella también.
-¿Y pecaste con las dos manos o solo con una?
-Más bien con una porque con la otra tenía que sujetarla.
-¿Te ayudaste con algún objeto contundente para pecar?¿Un palo, una vara, un bastón?
-No, solo con la mano.
-Eso está bien, bueno, no es que esté bien, pero es más fácil de perdonar. ¿Le hiciste sangre?
-Ninguna, padre, ni un gotazo, la verdad es que fue poca cosa, nada, yo sé contenerme, no soy ningún animal.
-Lo sé, hijo, lo sé. Aunque esta no ha sido tu primera vez, ¿verdad?
-No, qué va. Ha habido otras.
-¿Cuántas?
- No sabría decirle, varias, cuatro, cinco, puede que siete o a lo mejor diez, tampoco puede uno llevar la cuenta exacta de estas cosas.
-¿Estabas borracho en alguna de ellas?
-Borracho, borracho, lo que se dice borracho no, yo la bebida la aguanto como pocos en el pueblo, mis amigos siempre me lo dicen, pero alguna Mahou puede que sí me hubiera tomado.
-Lo importante, hijo mío, es que supiste parar a tiempo, no como otros.
-Eso sí.
-¿Pero le pegaste por algo en particular o fue porque sí?
-Debió ser por algo, ahora mismo no me acuerdo pero debió ser por algo. ¿Importa?
-Claro que importa, hijo, no es lo mismo pegar porque sí, a lo bruto, que pegar por un buen motivo. ¿Te había dado ella motivos para levantarle la mano?
-¿Motivos? ¡Seguro! Ahora no me acuerdo cuáles, pero no le quepa duda de que me los dio, padre, se lo juro por mis hijos, que son lo que más quiero en este mundo.
-¡Aquí no se jura! No te olvides que estás en la casa de Dios.
-Usted perdone, padre.
-Hablando de tus hijos, ¿ellos saben algo de todo esto?
-Pues claro que lo saben, ¿cómo no lo van a saber?, el piso nuestro es pequeño y como ella llora y grita como si la estuviera matando, pues los críos, quieras que no, se enteran.
-No es bueno que tus hijos contemplen esas desavenencias en el matrimonio, por insignificantes que sean. Imagínate que un día llegas más bebido de la cuenta, empiezas a pegarle, no sabes parar y ocurre una desgracia, ¿qué dirían entonces tus hijos, eh? ¿Cómo se lo explicarías?
-Lo tendré en cuenta.
-Me dices que han sido varias veces, pero nunca hasta ahora te habías confesado de este pecado.
-Es que, padre, ni se me había pasado por la cabeza que fuera pecado poner a una mujer en su sitio, como no lo prohíbe ningún mandamiento… Lo que pasa es que hoy en día se oyen tantas cosas que le da a uno por pensar que si esto o que si lo otro, y aquí estoy.
-Bueno, hijo mío, no está bien, nadie puede decir que pegar a alguien esté bien. En este caso hablamos de tu mujer, y aunque a veces las mujeres bien que se lo buscan…
-La mía siempre se lo está buscando.
-Haz memoria, ¿por qué le pegaste esta última vez?
-Empezamos a discutir por una noticia que daban en el Telediario, iba sobre uno que había matado a su mujer, yo dije que algo habría hecho, ella dijo que eso estaba por ver, yo contesté que se había acabado la conversación, ella me replicó de mala manera, como faltándome al respeto, y no me quedó más remedio que ponerla en su sitio. Eso pasó.
-La verdad, hijo mío, es que contado así tampoco me parece tan grave. ¿Llegaste a tener pensamientos criminales? ¿Pensaste en matarla?
-Ni por un instante, padre, yo siempre tengo muy presente el quinto mandamiento, que dice No matarás.
-Me gusta escucharte decir eso. Hoy en día la gente no tiene moral ni valores cristianos, han olvidado que matar es un crimen contra Nuestro Señor.
-Eso mismo digo yo.
-Te voy a poner de penitencia que reces dos padrenuestros y tres avemarías. Y una cosa más: en la penitencia entra también que le pidas sinceramente perdón a tu mujer.
-Ahí llega usted tarde, padre: que sepa que ya se lo he pedido.
-Es muy bello lo que dices, me gusta escuchar eso, hijo mío.
-Yo casi siempre le pido perdón después de pegarle, no al momento, pero sí al día siguiente a más tardar. Le pego pero me arrepiento.
-Eso te honra, hijo mío, denota buen corazón. ¿Y ella acepta tu perdón?
-Le cuesta, al principio sí lo aceptaba, pero ahora veo que le cuesta.
-¡Ay, cuánta soberbia esconden algunos corazones, duros como pedernales! Aunque ella rechace tu perdón, tú jamás dejes de pedírselo, una y otra vez, sin descanso hasta ablandar su corazón, si ella no te escucha Dios sí lo hace.
-Le haré caso.
-El perdón, hijo mío, es algo profundamente cristiano. Gestos como el tuyo son muy del agrado de Nuestro Señor. Fíjate bien, nada más que por eso te voy a rebajarte esa penitencia, ea, quitamos los avemarías y nos quedamos solo con los padrenuestros.
-Con curas como usted da gusto, padre.
-Gracias, hijo, pero la verdad es que vamos quedando pocos.
-Pues es una lástima.
-Y tú que lo digas. Ve con Dios, hijo.
-Quede usted con él, padre.