En una de las paradas que hacemos le pregunto cuánto dinero lleva encima.
El Pepe saca del bolsillo de atrás del pantalón una vieja billetera:
–Veinte o treinta mil pesos –dice echando un ojo al interior–. Yo hago los mandados y compro las herramientas. No tengo tarjetas de crédito, lo pago todo al contado. Una vez, hace años, fui a comprar una Vespa y me la querían vender a cuotas. Me di cuenta de que lo que me querían vender no era la moto, sino el crédito. La pagué al contado, pero no logré que me descontaran más de cien dólares.
La billetera del presidente de la República está llena de papelitos con notas y números, quizá teléfonos apuntados con urgencia. Observo que lleva también unos dólares.
–¿Y esos dólares?
–Ah –dice–, los llevo por si las dudas, para cuando salgo al extranjero. Pero no me los puedo gastar porque nada más bajarme del avión me llevan y me traen a todas partes. Deben de ser los dólares más viajados del mundo. Han ido a China, han vuelto, yo qué sé, han estado en todas partes.
Terminamos el viaje en una pequeña playa de la costa del río de la Plata desde la que se ve a lo lejos Buenos Aires.
Hay un pino arrancado por el viento que sin embargo ha conseguido sobrevivir hundiendo sus raíces en la arena.
–Parece mentira –dice Mujica– que no cuidemos la vida, que es un paréntesis. Tenemos toda la eternidad para no ser.
De regreso, nos enseña las vacas y las instalaciones que se han construido para ellas, pues está empeñado en convertir Anchorena en una finca productiva, de manera que con los ingresos obtenidos se paguen los gastos de mantenimiento de la finca, en la que trabajan unas veinte personas.
Terminamos la tarde en Colonia, la localidad a la que pertenece Anchorena, y desde donde salen los ferris para Buenos Aires, tomando una copa en la terraza de una cafetería. A partir de ese instante, Mujica se convierte en una propiedad de la gente que se acerca a él, lo besa, lo toca, le pregunta por Manuela (la perra tullida) o le pide que le resuelva esto o lo otro. Mujica saca el teléfono y llama aquí o allá. Parece que ha sacado la oficina fuera. La mesa de la cafetería se convierte en unos instantes en la mesa de un despacho donde el presidente toma nota de todas las solicitudes.
–Es muy importante desacralizar la presidencia –dirá luego–. Esto tiene un sentido político: acentuar el republicanismo. La distancia de los políticos con la gente está creando mucho descrédito. Y la peor enfermedad es la de la gente que no cree en su Gobierno. Cuando la gente dice: son todos iguales. Pues no.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Regresamos de noche, agotados, en silencio. Creo que se duermen todos menos el chófer y yo. Cerca ya de Montevideo, nos detenemos en un peaje donde no funciona el sistema telemático. El chófer baja la ventanilla:
–Este es el coche presidencial –le dice a la chica de la cabina–. Llevo aquí al lado al presidente.
La chica dice que se les ha caído el sistema, que no podemos pasar sin pagar. Mujica, que está agotado, se inclina:
–Dejame pasar, querida –suplica.
La chica continúa dudando, dice que tiene que consultar con su jefe. Al final, pagamos.
Unos minutos después, dejamos al presidente en su chacra, donde no se ve ninguna luz, de modo que su cuerpo se pierde enseguida en la oscuridad. Se lo traga la noche con sus andares de anciano. Nuestro viaje ha llegado a su fin.
En la tapia del Cementerio Central vi un día un grafiti, con pretensiones de epitafio, que decía así:
“Ya te conté”. Pues eso, ya te conté.
Fin de la entrevista por Juan José Millás.