Pilar Varela
Psicóloga, periodista.
Llámame
por mi nombre
La influencia que tiene en los demás lo que decimos y lo que omitimos es un hecho irrefutable. Tanto es así, que nuestro nombre puede ser una pesada alosa o un valioso amuleto de la suerte.
Si me preguntan quién eres, mi contestación espontánea será: “Pilar”. El nombre es la identidad: soy como me llamo. El nombre está en la vida, en la manera como nos presentamos ante los demás. El nombre acredita los documentos y las cartas, su valor es tan auténtico como la huella dactilar (sólo se firma de esas dos maneras). Es tan familiar que no apreciamos su valor ni su influencia, pero cuando al nacer nos ponen un nombre, ya nos están marcando. Los nombres responden a sagas y a culturas, a modas, promesas y caprichos, y tienen un alcance mayor de lo imaginable. Hay estudios de psicología social que analizan la relación entre nombre y personalidad y demuestran la influencia que aquéllos en las primeras impresiones, en las valoraciones de los profesores, en la concesión de créditos y hasta en las elecciones políticas. Uno de estos estudios sostenía que los nombres Alexander y Anne se asocian con inteligencia y liderazgo, mientras que Henry y Margaret, con afecto y sociabilidad. De puertas adentro, un nombre es determinante, provocando en quien lo ostenta satisfacción o complejos. En la infancia, los dardos que no se pueden lanzar contra el titular se dirigen a su nombre. Nada hay más cruel para un niño que un mote agrio o que la deformación malintencionada de su nombre. Por suerte, el nombre también se deforma por cariño; los diminutivos que pronuncian los padres a sus hijos, o los amantes entre sí, son una prueba de amor. Tener un nombre propio es un privilegio. Antes se bautizaba como Expósito a todos los niños de un orfanato, un modo inequívoco de proclamar su triste procedencia. Pero hay quienes no tienen ni eso; en un campo de concentración la gente es un número. Despojando del nombre a una persona se le despoja de la dignidad. Pero no hay que ir tan lejos; en el seno de una familia cruel el nombre sucumbe devorado por la dureza. Un maltratador se dirigirá a su pareja con apelativos como: “oye, tú eh”, pero jamás por su nombre. El nombre implica emociones, distancia o cercanía. Es tan intenso, que a los tímidos les cuesta mucho pronunciarlo, tiene demasiada carga. A un amante tímido le resulta más fácil dar un beso apasionado que susurrar el nombre de la persona amada. Qué curiosa es la psicología humana. A veces decir sólo un nombre es decir un libro entero.
Cele -Celestino
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