Si en tu infancia viviste una etapa en la que eras capaz de ver auténticos fantasmas
en torno a tu cama o los viajes en el coche se convertían en aventuras porque creías ver
las montañas como enormes olas que venían hacia ti...
Si viste la luz de un hada juguetear entre las flores del jardín, no te preocupes,
es algo muy normal. Se trata del pensamiento mágico.
Existe una etapa, entre los 2 y 7 años, en los que el cerebro del niño no es capaz
de separar realidad de ficción. La fantasía es real.
Ellos creen firmemente en lo que ven, aunque lo que vean sean caballos alados o
mariposas con apariencia humana. De ahí esa etapa del amigo imaginario en la que
hablan y conversan con él como si le estuvieran viendo...
¡es que le ven! Par ellos ese amigo es real.
Es el pensamiento que explica por qué creen en el Ratón Pérez,
Los Reyes Magos o Papá Noel.
Este pensamiento mágico sin embargo, también les hace ver cosas que nosotros no
somos capaces de apreciar. Por eso, muchas veces nos quedamos asombrados antes
sus respuestas a preguntas tan complicadas como
¿cómo de grande será el universo?
Este tipo de pensamiento es muy importante en esta etapa,
ya que es la forma en la que los niños buscan explicaciones del mundo,
tan grande,
desconocido y extraño que les rodea.
El pensamiento mágico les hace más creativos,
aumenta su imaginación y potencia su intuición.
Les ayuda a crear sus propias ideas u a hacer frente a sus emociones.
Tiene muchos beneficios y debemos respertar este proceso evolutivo.
A partir de los 8-10 años, sin embargo, los niños comienzan a razonar.
La línea entre fantasía y realidad comienza a marcarse con fuerza.
Podemos intervenir cuando el niño cree que uno de estos seres mágicos
puede tener apariciones en la noche y se asusta; o son seres
malvados que lo van a lastimar o llevar de su casa.
Les explicas que esto no vá a suceder pues son seres
imaginarios.