Tienes un minuto? Tengo que hablar contigo...". No es nada sencillo decirle al otro lo que guardamos dentro, intentar dejar ciertas cosas claras. Siempre tememos que nuestro interlocutor desconfíe de nuestras intenciones, que se ponga a la defensiva, que no sepa interpretar correctamente lo que queremos decirle. Nos preocupa hacerle daño o que se enfade, temblamos ante la idea de perder su cariño. Así que, con mucho tacto, avisamos: "Lo que tengo que decirte no es fácil". Sin embargo, a pesar de las precauciones, la tensión y una cierta incomodidad flotan en el ambiente. Y no es extraño que los que esperábamos fuera una discusión distendida, acabe en portazo por parte del otro y en perplejidad y cierto sentimiento de culpabilidad por la nuestra.
¿Callar o decir?
Algo que conoce muy bien Santiago, de 37 años: "Estábamos en una cena. Mónica me había dicho que quería dejar de fumar, pero encendía pitillo tras pitillo. Cuando iba a encender el enésimo, le agarré la muñeca y le dije: "Mejor no te fumes este". No me habló en toda la noche, ni siquiera en el camino de vuelta a casa. "Pero, ¿qué te pasa?", le dije. Me recriminó entonces que la trataba como a una niña, que siempre era igual. Me pareció que estaba sacando las cosas de quicio por una nimiedad y así se lo dije, lo que empeoró la cosa".
¿Por qué hay discusiones que terminan siendo tan difíciles? ¿Temas sensibles que no pueden abordarse sin que salten chispa? Eso es lo que quisieron descubrir hace unos años un equipo de coahs de la Universidad de Harvard y cuyo trabajo de investigación recogieron en un libro. Y llegaron a una conclusión: lo que hace una conversación difícil es más lo que callamos que lo que decimos. Los motivos de las discusiones pueden ser variados: se puede discutir sobre la custodia de un hijo, las manías de nuestra suegra o el reparto de las tareas domésticas. Pero, implícitamente, aseguran los especialistas americanos, nos enfrentamos no solo para imponer nuestra versión de los hechos, sino también para resaltar o esconder nuestros sentimientos y para defender nuestra identidad. Esto hace que repitamos los mismos errores una y otra vez y que reaccionemos de la misma manera cada vez que nos sentimos en peligro.
En la piel del otro
"Queremos tener siempre la razón; aceptar un argumento que contradice la propia postura incomoda y, a veces, humilla. Cuesta admitir que uno estaba equivocado, que aprende algo del otro, sobre todo sino es del mismo sexo", advierte Gerardo Castillo, doctor en Psicología.
¿Cómo evitar entonces las trampas de la falta de comunicación? El primer paso es intentar ponerse en la piel del otro. "Es muy negativo tildar de estupidez lo que plantea el otro, sea lo que sea; lo positivo es escuchar y hablar. De ese modo, es más fácil que el otro vea la inconsistencia de lo que dice. También puede servir para que el descalificador descubra que aquello era más importante de lo que él suponía", explica Castillo.
Toda discusión será un éxito si aprendemos a escuchar al otro. Aunque no es fácil, es necesario, como sostiene Cristina Sánchez, doctora en Psicología: "Para comprender necesitamos escuchar. No existe un truco concreto, aunque ayuda el hacer un turnos de intervención".
Muchas veces, las peleas surgen más por lo que no decimos, como le pasó a Isabel, de 42 años, separada desde hace dos años: "Luis era de esos que huía de los problemas continuamente. En cuanto intentaba hablar de algo que me preocupaba y a él no le gustaba, decía: "No empieces de nuevo, por favor". Creo que el no poder hablar abiertamente fue creando tantas tensiones que aprovechaba cualquier desacuerdo para echarle en cara todo".
Descargar tensiones
Negarse a afrontar las crisis sentándose a hablar es comparable a las humedades en las paredes de las casas: su aparición es solucionable con un parche de pintura, pero indican que existe un problema grave en los cimientos para el que no sirven los apaños. Le ocurre a demasiadas parejas: aprovechan lo nimio para descargar la tensión que les provoca lo grande. "Es la consecuencia de no haber hablado a tiempo: se van acumulando las cuestiones no aclaradas hasta que uno de los dos no puede más y explota -explica Gerardo Castillo-, hay que hablar siempre. Si se ponen barreras, el agua siempre busca alguna salida...".
Todo es comunicación y emociones, como concluye Cristina Sánchez: "La investigación en este tema nos ha enseñado que los principales agentes en la comunicación interpersonal son las emociones. Son las responsables de que una comunicación sea enriquecedora, o por el contrario, destruya la relación. Aquellos que logran resolver sus problemas de comunicación esclarecen sus pensamientos y anulan cualquier tipo de prejuicio. Así la relación corre menos peligro de destruirse". Porque el control de las emociones es clave para afrontar los problemas con calma. En definitiva: para no convertir las discusiones en peleas.
GONZALO VARELA
Pasos para aprender a discutir
Una discusión sobre un tema que los dos componentes de la pareja consideren poco importante es la prueba idónea para proponerse aprender a intercambiar opiniones sin enfadarse.
Respeto los turnos de intervenciones. Hay que escuchar, esperar que el interlocutor haya terminado para exponer una idea.
Permanecer cerca. Las discusiones "a distancia" obligan a gritar e impiden la comunicación fluida. Acercarse en exceso puede cohibir.
Adiós a las coletillas. Es una señal de autosuficiencia: completar las frases de interlocutor con las palabras que se cree que este va a utilizar. Molesta, es una falta de respeto y denota una soberbia muy perjudicial.
Enviar los monólogos. Discutir no es sermonear, sino dialogar. Los turnos de intervención no deben ser eternos.
Transmitir confianza. Las parejas cuentan con una ventaja a la hora de discutir: se quieren. Por eso deben mirarse a los ojos al hablar y ser sinceras.