opinión / Ángel Gabilondo
Sentir por teléfono
Presiento que tal vez me atreva a decirlo por teléfono. El teléfono modifica las distancias, altera las percepciones. Está lleno de trastornos, no siempre negativos. Antes de hablar aparecen los titubeos, las dudas, las incertidumbres. Hay incluso quienes hacen un ensayo general de los tonos de voz, de las pausas. Se astiba el rostro difuso del interlocutor, su presencia algo desdibujada, su imagen. Nos llegan como pálidos reflejos del otro lado de un espejo en sonidos que parecen provenir de una extraña proximidad. Además, es tal hoy la contundencia de los mensajes telefónicos que ya no son sin más escrituras. Las palabras hacen como solo unos buenos brazos pueden abarcar, unos brazos de mar. Se preludia algo que podría llegar a ocurrir. Pero quizá no suceda. A veces basta que lo supongamos para que lo temamos, incluso para que huyamos.
Suena el teléfono, y en su variedad de avisos de mensajes y de llamadas cambia los ámbitos, los espacios, las rutinas. Se despiertan todas las impaciencias y se alimentan todas las precipitaciones. Y alguna ilusión. Quizás al anunciarse o al leer un mensaje se produzca algo similar a una parálisis, una cierta confusión, una expectativa. Las letras conviven en el teclado con los números para para cifrar un nuevo decir que conjuga el hablar y el escribir. Hablamos un poco escrituralmente y escribimos fónicamente. Es como si nos leyera la voz o se nos oyera leer. Se produce una expresión, una nueva mirada, otro rostro.
Pero esas deducciones pueden ser incontrolables. La palabra no se agota en la intención de quien habla. Hace un poco sus cosas, funciona y produce efectos no siempre previsibles. O resulta demasiado consistente o peligrosamente inocente. Acciones y sentimientos se confunden. Los sustantivos parecen verbos o, tal vez, adjetivos. El riesgo de que atrapen el corazón es tal que el teléfono puede llegar a ser un marcapasos, tanto para el latido como para el control. Sin él se corren riesgos. Cuando se nos olvida o no está a nuestro lado se produce inseguridad, una impresión de desprotección, de desvalimiento. Buscamos recuperar algún nuevo cordón umbilical, que nos alimente, que nos aliente, que nos acoja, que nos proteja. Una vez que la palabra se desliza no hay modo de impedir correr su suerte. Por eso es tan importante andarse con cuidado porque por el teléfono uno podría llegar a decir lo que piensa o lo que siente, incluso más de lo que sabe, hasta el punto de que el deseo venga a ser y hacer palabra, la que presiente vida. Y, entonces, el ritmo del corazón será de un corazón telefónico, que palpita presagiando: "Te llamaré", "te llamaría", "te habría llamado".
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