La Iglesia necesita un buen Papa
José María Castillo, teólogo
8 mar 2013
Benedicto XVI, sobre todo con su renuncia al papado, ha dejado patente que es un hombre bueno. Y que ha sufrido, en el ejercicio de este cargo, más de lo que seguramente sospechamos. En cualquier caso, le decisión de su renuncia representa un precedente que puede ser decisivo para el futuro del papado. No sólo por el ejemplo que nos deja J. Ratzinger, sino además porque ya no es impensable que, en un futuro no lejano, el papado deje de ser un cargo a perpetuidad. Si todos los obispos del mundo, a cierta edad, tienen que presentar su renuncia, ¿por qué no el obispo de Roma?
Pero lo que importa, en estos días de preparación al inminente Conclave, es pensar y proponer cuestiones que van derechamente al fondo del problema que hoy tiene que afrontar la Iglesia. Y ese problema no es otro que el enorme retraso que lleva esta Iglesia para dar la respuesta, que tendría que dar una institución religiosa de ámbito mundial, a los problemas acuciantes que tanto nos apremian. Con frecuencia me pregunto cómo se explica que, cuando se ha destapado la corrupción más masiva y peligrosa de los últimos tiempos, precisamente ahora los responsables del gobierno de la Iglesia no dicen ni palabra (excepto alguna que otra alusión genérica a lo mal que están las cosas) sobre una situación en la que callarse es hacerse cómplice de lo que está pasando. Esto es lo que, sin duda, ha pensado mucha gente. Hasta que se ha sabido una de las claves de este extraño silencio eclesiástico.
Si la corrupción se ha metido de lleno hasta dentro de la misma casa del papa, ¿cómo nos extrañamos de que el anciano Pontífice se sienta ya sin fuerzas para seguir aguantando? Y sobre todo, ¿de qué nos quejamos cuando vemos que todos los que saben algo del asunto se callan como muertos? Habría que estar ciegos para no darse cuenta de que el fondo del asunto está en que la institución eclesiástica es parte del problema. Porque con su ausencia y su silencio está “legitimando” el sistema de corrupción y de injusticias que nos ahoga.
El Vaticano no es una isla en Europa. Ni lo es en el mundo. Por eso, cuando tanta gente de buena voluntad dice que la Iglesia necesita un buen papa, no se refiere a que el nuevo Pontífice sea conservador o progresista, de derechas o de izquierdas. Lo que importa es que el nuevo papa sea un hombre libre y decidido, que limpie el Vaticano de todos cuantos, de la manera que sea, están buscando el triunfo de su propio grupo o de su propia secta, para ser ellos los que piensan mandar en la Curia. Un buen papa será el que sea capaz de hacer esto lo primero. Aunque para ello sea necesario echar de Roma a individuos que se consideran intocables. Cuando una herida está infestada, la herida no se cura untando pomadas. Lo primero es limpiar. Y después sanará el enfermo.
Esto supuesto, el mejor papa que necesita la Iglesia tiene que ser un hombre con lucidez y capacidad para darse cuenta de que, en asuntos de la máxima importancia, las religiones – entre ellas, la Iglesia católica – siguen todavía estancadas y atascadas en los miedos, tradiciones y retrasos previos a la Ilustración. O sea, que, mientras la sociedad y la cultura avanzan a una velocidad de vértigo, las instituciones que pueden ayudarnos a ponernos en contacto con Dios llevan ya más de doscientos años de retraso. Y en esto, me refiero a un problema concreto y de asombrosa actualidad: la puesta en práctica de los Derechos Humanos.
No digo el elogio de los Derechos Humanos. Hablo de su práctica dentro de la misma Iglesia. Mientras esto no se acometa en serio, la Iglesia será una institución trasnochada y carente de actualidad y de interés. Lo que pasa es que acometer esto es duro y difícil. Muy difícil. Porque, si esquela Iglesia quiere ponerse a practicar, en ella misma, los Derechos Humanos, lo primero que tendría que hacer es modificar, en cosas importantes, su ordenamiento jurídico, es decir, el Derecho Canónico. Lo que exigiría modificar bastantes cosas en la organización de la Iglesia. Por ejemplo, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Y, por tanto, el derecho de las mujeres a ser ordenadas de sacerdotes o a ocupar cargos de gobierno en la Iglesia. Y otro tanto habría que decir sobre el debatido problema de la ordenación sacerdotal de personas casadas.
Por lo demás, al indicar estas cuestiones, no estoy tocando para nada ningún asunto de fe. Lo saben muy bien los teólogos. Y tendrían que perder el miedo a decirlo con claridad. En la Iglesia, por mantener tradiciones que no pertenecen a la fe cristiana, se están violando derechos básicos de los fieles en la atención sacramental y en la debida instrucción religiosa y sobre todo bíblica.
Y para terminar. El papado, fiel a lo que fue la tradición de la Iglesia durante más de mil años, tendría que poner a la Curiaen su sitio y al Episcopado en el suyo. Jesús no fundó la Curia.Eligió Doce Apóstoles, cuyos sucesores (según la fe de la Iglesia) son los obispos. Pero hoy nos encontramos con la extraña contradicción de que es la Curia, y no el Colegio Episcopal el que toma las decisiones, el que gobierna y el que decide lo que se hace o se deja de hacer. Es absurdo que, en asuntos de extrema gravedad, sea la Curia la que manda incluso en el papa.
La Iglesia necesita un buen papa. Necesita un hombre tan apasionado por el Evangelio, que desconcierte a todos cuantos en el papado buscan un hombre de poder y mando. El papa debe resultar desconcertante. Como Jesús desconcertó a sus propios seguidores. Porque habló y vivió de forma que los profesionales de la religión se le enfrentaron, al tiempo que los pobres y los excluidos de este mundo le buscaban y encontraban en él la acogida que necesitaban. El día que el Vaticano sea el “punto de encuentro” de todos los que sufren, ese día la Iglesia habrá encontrado el buen papa que necesita.