La Iglesia privilegiada
José María Castillo, teólogo
3.10.12
Una de las cosas que más están dando que hablar, en nuestro calamitoso tiempo de crisis y en esta España de tantos problemas y tantas corrupciones, es el hecho de que la Iglesia Católica sea una de las pocas instituciones que no han sufrido recortes, ni económicos, ni legales, ni fiscales. La Iglesia, dicen ahora algunos medios, quizá tendenciosamente, “no tiene que apretarse el cinturón”.
¡Hombre!, decir esto, así, sin más, resulta tendencioso. Porque los hombres de Iglesia (y las monjas), a fin de cuentas, son españoles. Y aquí no hay ni un solo español que no esté sufriendo las consecuencias de la crisis. Lo que pasa es que, como bien sabemos, no todos los españoles estamos cargando con las consecuencias de la crisis por igual. Y, en este sentido, es evidente que las “personas consagradas” están siendo también, en asuntos de bastante peso, “personas privilegiadas”.
Yo sé que es desagradable hablar de este asunto. Lo que ocurre es que, si uno mira hacia atrás, y se pone a recordar lo que dicen los evangelios sobre el tema del dinero, se queda pasmado. Porque es tremendo el lenguaje de Jesús sobre este asunto. No, ciertamente, sobre la “producción” de bienes de uso y consumo, sino sobre la “distribución” de la riqueza. Parece bastante claro que Jesús se dio cuenta de que el afán por el dinero, legitimado y justificado como medio o instrumento para hacer apostolado, es uno de los engaños más peligrosos que padece el clero. Jesús mandó a los apóstoles que fueran a evangelizar, ordenándoles que no llevaran ni calderilla. Que se fueran a la tarea con lo puesto y nada más. A juicio de Jesús, el dinero es un estorbo, si lo que se pretende es hacer presente en este mundo el Reino de Dios.
No digo estas cosas como perorata para exhortar a la ejemplaridad. El problema es mucho más grave. Lo que está en juego no es la “ejemplaridad”, sino la “autenticidad” de quienes pretenden hacer presente, en este caos de miserias e injusticias, el recuerdo de Jesús. La crisis se ha hecho ingobernable porque la corrupción y la desvergüenza han llegado a donde no podíamos imaginar. Así las cosas, esto no se arregla sino mediante una regeneración ética del tejido social, empezando por quienes en él tienen mayores responsabilidades, sobre todo en cuanto se refiere a responsabilidades de orden moral y de integridad ciudadana.
Y en esto, es evidente que los responsables de la Iglesia tendrían que ser los primeros en aparecer como los más y mejor dispuestos a afrontar una forma de vida, que sea transparente y que se convierta en un reclamo para todos los que buscamos más nuestra ganancia que remediar las desigualdades sociales y el sufrimiento de los que peor lo están pasando. Y quiero dejar constancia - antes de seguir con el tema - que en mi vida he tenido la suerte de conocer, y muchos conocen, obispos que son hombres ejemplares, que han dado y siguen dando lo mejor de sí mismos, algunos de ellos hasta dar la propia vida y, por supuesto, con una integridad y una ejemplaridad que jamás podré olvidar. Así lo he palpado, en no pocos casos, lo mismo en España que en otros países de Europa y en América Latina.
En todo caso, y dejando claro y firme lo que acabo de decir, no creo que sea demagogia barata afirmar que me encantaría ver el día en que la Conferencia Episcopal Española tome la decisión de que todos los obispos conviertan sus palacios en centros culturales al servicio de la gente, que se vayan a vivir como cualquier vecino en cualquier casa o piso alquilado (como ya he visto en más de un caso), que se despojen de mitras, báculos y ornamentos dorados, que viajen en los autobuses urbanos o de línea, como todo ciudadano que no pretende ir por la vida como un notable, que cada año den cuenta detallada del dinero que ingresan y del dinero que gastan, que sean amigos de sus sacerdotes, que renuncien a todo lo que sean privilegios, que vivan con sencillez.
Y, sobre todo lo demás, que las grandes preocupaciones de cada obispo fueran las mismas que se palpan en cada página del Evangelio: la preocupación por los pobres, por los que sufren , por los enfermos, por lo que preocupa a quienes se ven peor tratados por la vida. Ese día, esta Iglesia empezaría a tener una fuerza de transformación en la sociedad que ahora mismo, por desgracia, no tiene. Si es que de verdad tenemos fe - en este año de la fe que ha proclamado el papa -, ¿no estaríamos viendo el renacer de una Iglesia, que sería levadura en la masa, como dijo el Señor?