EL JUICIO FINAL
José María Castillo, teólogo
Estamos viviendo y soportando dos hechos que están a la vista de todo el mundo: la crisis económica y la corrupción ética. Por otra parte, ya nadie duda que estos dos hechos están profundamente relacionados el uno con el otro. La crisis económica, que estamos sufriendo, ha sido causada por la codicia desmedida y la desvergüenza de los grandes gestores de la economía y de la política, con la colaboración activa o la permisividad de quienes hemos vivido y disfrutado de un nivel de vida que nos ha sido posible sobre la base de hundir a millones de seres humanos en la miseria y la muerte.
Esta situación caótica da mucho que pensar. Entre otras cosas, yo no puedo dejar de darle vueltas en mi cabeza al hecho patente de que una notable cantidad de los responsables (de una manera o de otra) de la crisis decimos que somos creyentes, cristianos, personas, por tanto, que profesamos nuestra fe (la que sea) en Jesús y su Evangelio. Y esto es lo que más me da que pensar. ¿Por qué?
Porque el Evangelio afirma, con toda claridad, que nadie se va a escapar del juicio definitivo y último de Dios (Mt 25, 31-46). Por supuesto, cada cual es libre para creer o no creer en este asunto. Yo no pretendo aquí convencer a nadie. Ni atemorizar. Y menos aún amenazar. ¿Quién soy yo para eso? No quiero ser, ni parecer, un predicador a la antigua usanza.
Todo lo contrario. Lo que quiero dejar bien claro es que el juicio final, tal como lo presenta Jesús, es lo más liberador y lo más desconcertante que seguramente imaginamos. Porque la sentencia definitiva y última, que Dios va a dictar, sobre las naciones y sobre las personas, no va a estar motivada por la fe que cada cual tuvo o no tuvo, ni por las prácticas religiosas que observó o dejó de observar, ni siquiera se va a tener en cuenta la relación con Dios que cada cual aceptó o rechazó. Por lo visto, según el Evangelio, nada de eso le interesa (en última instancia) al Dios de Jesús.
¿Qué es, entonces, lo único que va a quedar en pie? Muy sencillo: la relación que cada cual tuvo o dejó de tener con los demás. A esto se refiere aquello de “tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era extranjero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36). Y Jesús explica por qué semejante juicio sobre semejante conducta: “lo que hicisteis a cualquiera de estos… a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Dios no es como nosotros nos lo imaginamos. Ni como lo explican muchos curas. Dios no está en el cielo. Dios está aquí, en los enfermos, los sin papeles, los parados, los que se quedan sin vivienda, los que no llegan a fin de mes, los que se ven privados de sus derechos, los presos, los desesperados….
Y que nadie me venga diciendo que es hijo fiel de la Iglesia o cosas así. Todo eso, a la hora de la verdad, servirá en la medida – y sólo en la medida – en que nos haya hecho más humanos y más sensibles al dolor de los que sufren. Ésta es mi religión. Y ésta es mi política. Por eso yo me pregunto si ya no tenemos ni religión ni política. Y lo único que ha quedado en pie es la desvergüenza.