opinión / Ángel Gabilondo
Al menos, tu voz
Puede parecer poco, pero a veces necesitamos sencillamente oír la voz de alguien concreto. Como sea, su voz, ella, al menos. No es tanto la compañía de los argumentos, cuanto el cálido articular, entonar, deletrear, sonar, de su singularidad expresiva.
Su voz nos serena o, quizá, nos provoca a ser. Es como si al llegar viniera vida. Tantas veces nos alcanza de lejos y todo cobra otro sentido. Si se silencia, nada nos dice nada. Aún resuena en nuestros oídos la de quien, por lo que fuere, no está ya. No recordamos siempre tanto lo que dijo cuanto la mano de su voz que tocaba nuestra alma.
La voz ofrece toda una fisonomía. Ciertamente se teje en un modo de hablar y de decir, pero por sí sola es ya la calma o la zozobra del declinar del día. Parece provenir de algo otro que uno mismo y que le es más interior que cualquier adentro. Empieza por resonar en quien se ve envuelto por lo que oye y que parece provenir de sí. Todo vibra y nos vemos atravesados por un sentir que busca componerse y trata de huir de nosotros hasta alcanzar a alguien. En realidad, la voz conforma y configura nuestro propio rostro y aspira a llegar a ser palabra.
En el silencio tumultuoso de tantas y tantas reuniones, conversaciones y declaraciones se erige en ocasiones una voz, sin por ello encumbrarse. Parece tan firme como dulce, no es implacable pero resulta consistente, no se aterciopela ni se trata de plegar sobre sí misma autosuficiente, como si se oyera decir, y se despliega como un caminante nómada. Se ofrece a la intemperie, con una desnudez tan atractiva que resulta difícil no desear que venga a nosotros.
No siempre el decir del otro resulta convincente solo por sus necesarias y buenas razones, como si estas se impusieran por sí mismas indiscutiblemente. No basta tampoco con alzar la voz o con dejar de hacerlo. La voz ofrece, la voz sintoniza. Y, más aún, es la espiritualización de la corporalidad. La carne se hace verbo en ella volviendo del revés el misterio. Y en nuestro aislamiento atraviesa estancias, países y vidas para alcanzarnos. Y todos sus matices se comportan como afectos hasta acariciar lo más íntimo de cada cual. Por eso, una vez que una voz es ya parte constitutiva del rumor incesante de nuestra memoria, posee ya un aroma que no solo es reconocible, sino que constituye otra infancia, la conformada por esas voces que son nuestro hogar, una casa poblada de quienes son el murmullo que oímos en cada silencio.
Si no hay mucho que decir, al menos tu voz. Léeme, siquiera un texto ya dicho. Llama, aunque sea por error para preguntar equivocadamente. Recita, canta o cuenta esa historia que es ya la leyenda de vidas siempre por vivir. Pero dame tu voz, que es poético decir que no necesita remitir a contenido alguno. La voz es ya en sí misma un sentido singular. Déjame dormir en ella. Y, cuando sea preciso, fallecer al arrullo de su despedida.
Tu voz por el teléfono tan cerca y nosotros tan distantes,
tu voz, amor, al otro lado de la línea, y yo aquí solo, sin ti, al otro lado de la luna...
Cele -Celestino-