Ángel Gabilondo
Malentenderse bien
En ocasiones, no acabamos de entendernos. Sería injusto atribuirlo, sin más, a la falta de voluntad de nuestro interlocutor, aunque podría deberse a eso. Incluso a la propia. Pero resulta descorazonador cómo tantas veces no es suficiente con la mejor de las intenciones.
Creadas supuestamente todas las condiciones, preparados los más idóneos contextos y disposiciones, no hay modo de que haya efectiva y verdadera conversación. Es tal el desencuentro que propiamente no cabría hablar de desacuerdo. No llega a ser posible ni la controversia, ni la confrontación. Simplemente la falta de sintonía impide oír, es como si se emitiera en una frecuencia no perceptible y, entonces, solo cabe hablar y escuchar sin ton ni son.
Habíamos dispuesto, nos habíamos propuesto, e irrumpe el dolor de la incomunicación. Se suceden las frases y todo parece ya oído de antemano, suena pero no llega, no afecta. No es que no convenza o conmueva, aunque también sea así, es que más bien parecería que, poblado todo de voz y voces, ni hay palabras, ni se dice la palabra. En rigor, ni siquiera cabría hablar de discusión, aunque puede acabar habiéndola, siquiera para ocultar que el asunto es aún más grave. Podría ocurrir que no solo no lleguemos a escuchar, es que en definitiva los hechos subrayarían que nuestro interés por el otro como otro, por él, por ella, era simplemente un afán de exculpación, o de marcar distancias, o de confirmar sus limitaciones, o de pasar factura, o de desahogarse, o de liberarse, o de pedir explicaciones, o de justificarse … formas, en definitiva, de un "me van a oír", que es tanto como reconocer que le hablo a él o a ella, pero no hablo con él, con ella. Supuesto interés, efectiva indiferencia.
A veces, los estados de ánimo pueden llegar a funcionar como estados no solo de opinión, sino como estados de salud; no solo como estados de excepción, sino como estados constitutivos. Regidos por ello, todo resulta supuestamente sincero, pero viene a ser el reino de lo incontrolable, de lo imprevisible, la huida de los argumentos. También puede ocurrir que el discurso resulte coherente, mesurado, vertebrado, razonable y, sin embargo, no sea veraz. Incluso uno podría tener razón y no ser verdad lo que dice. Así que solo cabe, entonces, que lo que a alguien le hace hablar se corresponda con lo que al otro le hace escuchar. Solo si coinciden el poder de la buena voluntad y la buena voluntad de poder cabe en rigor la conversación. Difícil, siempre difícil, pero posible.
Se trata, en definitiva, de algo más que de un intercambio de información. No basta tampoco con una adecuada comunicación, se precisa comprensión, la que se hace cargo de las propias limitaciones, incluso miserias, para abrirse generosa y simpáticamente a la palabra que viene del otro, que es la suya. Y aun así, no está garantizado el encuentro.