Nos hallamos sumidos en una mentalidad eminentemente pragmática, dominada por la importancia del nec-otium, por el utilitarismo. Según esta moral, se vive para alcanzar el éxito, en términos de poder o en términos de placer, y para eso se trabaja. El pragmatismo en todas sus manifestaciones es una mirada febril hacia el mundo, en la que está ausente el sentido. Bajo esa mirada, el valor de las cosas y el del tiempo mismo se confunden con su precio. Así, el tiempo es oro y no se puede perder en algo inútil; ha de invertirse de forma rentable. No se permite regalar el tiempo. El tiempo es para ganarlo. Y ganar tiempo es hacer buenos negocios, disfrutar de placeres intensos, producir más, tener más cosas, vivir deprisa. Víktor E. Frankl, uno de los maestros más lúcidos del siglo XX, escribía: «Se tiene a menudo la impresión de que los seres humanos, sin saber dar a su vida una meta, corren y se afanan con velocidad cada vez más acelerada, precisamente para no caer en la cuenta de que no van hacia ningún sitio». Superficialidad...
Una crítica imponente a esta visión del mundo puede verse en dos narraciones, infantiles en apariencia, pero sumamente profundas y luminosas: Momo, de Michael Ende, y El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Es verdad que han sido y somos muchos sus lectores. Pero quizás las hemos leído también demasiado deprisa: «En tu tierra, los hombres cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín. Y no encuentran lo que buscan... Y, sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa o en un poco de agua... Pero los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón», observa el joven protagonista de El Principito.
Pero el tiempo no es oro, es vida. Es la vida real del ahora, del momento presente; ese instante de tiempo, el ahora, es el tesoro que Dios pone en mis manos para amar, para hacer las cosas con amor, para darles un sentido. Para convertirlas en don.
El instante presente, vivido con calma, es fuente de paz, de serenidad, de verdadera eficacia. En el hall de la sede central de una de las mayores empresas del mundo, en Boston, se lee el siguiente rótulo: «Deténgase y reflexione. Es una experiencia extraordinaria». Anticipar el futuro con la imaginación, desatendiendo las pequeñas exigencias del ahora, es precipitarse a perder la paz, salirse de ese Haz lo que haces, que me lleva a disfrutar de lo que tengo, de lo que – aquí y ahora – me ocupa, a hacerlo con todo el corazón y poner en ello lo mejor de mí mismo.
No es bueno revolver en un pasado sin retorno, ni alborotarse por un después que me imagino de un modo y puede ser de otro. Hay un tiempo para la planificación y otro para el balance. Pero a la hora de actuar es preciso centrarse en el momento presente. A cada día le basta su afán...
Todo en la vida ha de ser contemplado. Contemplar es pararse para mirar con el corazón, para percibir el sentido que late en el fondo de los acontecimientos, en el interior de las personas. Uno de los secretos de la paz interior, de la vida equilibrada, consiste en aprender a ver pasar la vida sin empujarla según la medida insaciable de mi deseo, dándome cuenta de lo que vale y significa el minuto en que aún la poseo, sin tener prisa de que ese minuto se acabe para dar lugar al siguiente. Vivir así es indispensable también para vivir la unión con Dios como contemplativo, en la acción, en las cosas de cada día.
La vida cristiana no es ajena al ritmo de la paz interior. Como ha escrito un gran educador cristiano, «la santidad no consiste en acciones extraordinarias. Se levanta poniendo el ladrillo, intrascendente en apariencia, de cada segundo vivido con amor. Es el heroísmo de la pequeñez que conduce al heroísmo de la grandeza. El instante presente es un regalo de Dios, que me da vida en este momento preciso, y una presencia suya, misteriosamente oculta en la acción que tengo que ejecutar, en la ocupación que ahora me absorbe» (Tomás Morales, S. J.) La vida tiene sus afanes; nada arregla el veneno de nuestra intranquilidad, que nos priva de saborear y de agotar hasta el fin toda la intensidad y la hondura del momento que pasa para convertirlo en don.
Ana Artázcoz Colomo
Piscopedagoga