Argumentar es más que opinar
Por: Ángel Gabilondo 17febrero2012
Cuando alguien argumenta algo, nos toma en serio. Y se agradece. Porque argumentar es ofrecer razones que tienen en cuenta no sólo de qué se trata, sino con quién se habla. No para decir exclusivamente lo que el otro quiere oír, sino para tener presente su inteligencia y su sensibilidad.
Pero todo resulta acuciado por la prisa. No hay espacio ni tiempo, no sólo que perder sino apenas que ganar. El espacio y el tiempo parecen arrasados. Nada de demorarse. Y para colmo de despropósitos, llamamos “rodeos” a los argumentos. Importa la opinión, la posición y se desatienden las razones. En tal caso, la polémica no es la controversia entre ellas, sino el choque frontal de las posiciones. Y no está mal que se encuentren, pero esgrimiendo los argumentos. Y en el festín de los topetazos, el cuidado se considera tibieza. Para tal faena de exhibición bastan unas dosis de prejuicios, una somera información, algunos tópicos, con los correspondientes intereses, para proponer certezas supuestamente incontestables. Eso sí, y para airearlas con firmeza.
Lo que ocurre es que no pocos asuntos, muchos de especial relevancia, se desenvuelven en el terreno de lo discutible, de lo debatible, de lo que puede ser de una u otra manera y, por tanto, con alta “problematicidad”. Y entonces se trata de decidir para elegir lo más plausible, lo más preferible, lo más razonable. Ello defrauda a los partidarios de verdades incontestables, aquellas que incluso ya se las saben de antemano y que no buscan más que la adhesión. En tal caso no cabe una efectiva conversación.
Hay cuestiones que pueden resolverse, asuntos que pueden dilucidarse y demostrarse. La demostración se asienta sobre una serie en gran medida deductiva a partir de determinados elementos propuestos. Y conduce a una conclusión. Pero no siempre las cuestiones de la vida, personal, social y política se clausuran de ese modo. La argumentación no es una simple demostración. Busca influir por medio del discurso, busca la implicación de un auditorio, tiene que ver con la vinculación efectiva de personas y precisa de una serie de buenas razones para alcanzar, no tanto una conclusión, cuanto un espacio abierto en las que ellas reclamen, propicien y permitan una decisión, una buena decisión. Y ésta suele estar envuelta en incertidumbres, en argumentos encontrados. Y no es de extrañar que algunos consideren que tiene este componente “trágico”. A lo que se añade el hecho de que no basta persuadir, hay que convencer. Y aquí no es suficiente con estar convencido, lo que ya es una conquista, hay que ser convincente. Se argumenta para alguien. Los argumentos no tratan de imponerse, se ofrecen.
Cicerón nos enseña que las grandes decisiones de la vida, “¿con quién viviré?”, “¿a qué dedicaré mi vida?”, “¿me empeñaré o no en esta batalla?” no se dilucidan con una demostración y precisan argumentación. Exigen decisiones, que no son soluciones, sino resoluciones.
La prisa no puede ser una coartada para el descuido o la desatención, para el atajo que margina los argumentos. Resultaría ofensivo. Sin embargo, en ocasiones, los formatos, los espacios, los escenarios que nos otorgamos para la escucha y para la palabra no parecen apropiados para la argumentación consistente, lo cual no significa necesariamente que haya de ser premiosa o cargante. La palabra se encuentra, entonces, perdida entre palabras, algo extraviada entre dichos, dimes y diretes, entre eslóganes y titulares que nos arrojamos unos a otros, unos contra otros, sin más posibilidad que impactarnos. No, desde luego, de convencernos.
Todo ello no es un argumento contra la brevedad, contra la brillantez argumentativa de quienes nos ofrecen fuerzas y razones, de quienes nos informan directa y claramente, de quienes ajustan extraordinariamente su verbo y a quienes tanto admiramos y con quienes tanto aprendemos. Pero la capacidad de conmover, de deleitar y de convencer requiere sus argumentos, no necesariamente convencionales. Su olvido propicia un enorme deterioro, personal, social y político, e impide el efectivo diálogo y la imprescindible comunicación.
(Imagen: Martin Ley Ussing, El orador, 2008 y Arthur Segal, Der Rechner, 1912)
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