Pilar Varela

Psicóloga.

Muchas pequeñas historias sacadas del día a día de cualquier familia reflejan el poder que tienen las madres para resolver lo que se les ponen por delante con la maestría del que sabe lo que hace.

Todo el mundo tiene una historia que contar. No sólo es memorable lo importante; la vida corriente contiene mil momentos dignos de relatar y situaciones que significan más de lo que cuentan.  Cuando un suceso sencillo no es diluido por el tiempo es porque está adherido a una emoción;  y son las emociones las que permanecen en el pensamiento; la anécdota, a veces, es sólo un disfraz.

He aquí mi historia, la que hoy elijo. Mi madre debía de tener cuarenta años; ese día venía de la compra, llovía y llevaba una gabardina azul. Cuando llegó a casa no le dio tiempo a quitársela; mi hermano Javier, que estaba jugando en la terraza mojada, se había resbalado y al caer se había hecho una herida en la rodilla. Los demás hermanos estábamos patidifusos viendo esa hendidura sangrante que dejaba ver el hueso. Mi madre, resolutiva, le regañó lo justo y se lo llevó en volandas a lo que entonces se llamaba la Casa de Socorro. La brecha se iba abriendo cada vez más al andar, pero Javier, de diez años, aguantaba porque temía menos el dolor que la segunda parte de la bronca que le esperaba.

En una modesta sala de curas le atendió un médico joven, que se puso sus guantes y mascarilla, todo muy esterilizado, pero dejó claro a mi madre y a su gabardina azul que un rato antes estaba rozando las manzanas y los tomates del mercado. El titubeante doctor se dispuso a coser, pero aquello no era fácil. La rodilla de un chaval bregado en patios de colegio, en fútbol y patadas estaba más dura que el cemento. Sudaba el pobre médico y a duras penas podía avanzar en su trabajo, mientras mi hermano apretaba los dientes ante una aguja que no taladraba su epidermis. En un momento dado mi madre se quitó la gabardina y dijo: “Permítame, doctor, voy a coser yo”. Tan sorprendente autoridad generó una inmediata obediencia del galeno, y un instante después, el médico había depuesto sus armas y mi madre con guantes y mascarilla, cosía la rodilla de su hijo con la maestría de un experto cirujano y la determinación de una mujer que había vivido su adolescencia en plena Guerra Civil.

“¿Te ha dolido?”, le preguntó a Javier. “No nada”. ¡Cualquiera decía lo contrario!

Eso fue todo, mi madre resolvía lo que le pusiera por delante. Ella y casi todas las madres, cuando se trata de ayudar a un hijo.