La vida es como una gran carrera en bicicleta, cuya meta es cumplir la
leyenda personal –aquello que, según los antiguos alquimistas, es nuestra
verdadera misión en la Tierra.
En la línea de partida estamos juntos, compartiendo camaradería y entusiasmo.
Pero, a medida que la carrera se desarrolla, la alegría inicial cede lugar a los
verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas sobre la propia capacidad.
Nos damos cuenta de que algunos amigos ya desistieron en el fondo de sus
corazones; aún siguen corriendo, pero es porque no pueden parar en medio de la
pista. Este grupo se va haciendo cada vez más numeroso, con todos pedaleando
al lado del coche que acompañan, donde conversan entre sí y cumplen con
sus obligaciones, pero olvidan las bellezas y desafíos del camino.
Nosotros terminamos por distanciarnos de ellos y entonces estamos obligados
a enfrentar la soledad, las sorpresas de las curvas desconocidas, los
problemas que pueda crearnos la bicicleta. En un momento dado, después
de algunas caídas sin que haya nadie cerca para ayudarnos, terminamos por
preguntarnos si vale la pena tanto esfuerzo.
Sí, vale. Se trata sólo de no desistir. El padre Alan Jones dice que para que
nuestra alma tenga condiciones de superar esos obstáculos necesitamos
cuatro fuerzas invisibles: amor, muerte, poder y tiempo.
Es necesario amar, porque somos amados por Dios.
Es necesaria la conciencia de la muerte, para entender bien la vida.
Es necesario luchar para crecer, pero nunca dejarse ilusionar por el poder
que llega junto con el crecimiento, porque sabemos que él no vale nada.
Es necesario aceptar que nuestra alma, aunque sea eterna, está en este
momento presa en la tela del tiempo, con sus oportunidades y limitaciones.
Así, en nuestra solitaria carrera en bicicleta, tenemos que actuar como si
el tiempo no existiera, hacer lo posible para valorizar cada segundo,
descansar cuando sea necesario, pero continuar siempre en dirección a
la luz divina, sin dejarnos afectar por los momentos de angustia.
Estas cuatro fuerzas no pueden ser tratadas como problemas a ser resueltos,
ya que están fuera de cualquier control. Tenemos que aceptarlas y dejar
que nos enseñen lo que necesitamos aprender.
Vivimos en un universo que es al mismo tiempo lo suficientemente gigantesco
como para rodearnos y lo bastante pequeño como para caber en nuestro
corazón. En el alma del hombre está el alma del mundo, el silencio de
la sabiduría. Mientras pedaleamos en dirección a nuestra meta, es siempre
importante preguntar: “¿Qué hay de bueno en el día de hoy? ? El sol puede
estar brillando, pero si la lluvia estuviera cayendo, es importante recordar que
eso también significa que las nubes negras se habrán disuelto en breve.
Las nubes se disuelven, pero el sol permanece inmutable y no pasa nunca.
En los momentos de soledad es importante recordar eso.
Finalmente, cuando las cosas llegan a ponerse muy duras, no podemos
olvidar que todo el mundo ya pasó por eso, independientemente de raza,
color, situación social, creencias o cultura. Una hermosa plegaria del
maestro sufí Dhu’I-Nun (egipcio, fallecido el año 861 a. C.) resume bien
la actitud positiva necesaria en estos momentos:
“Oh, Dios, cuando escucho las voces de los animales, el ruido de los árboles,
el murmullo de las aguas, el gorjeo de los pájaros, el zumbido del viento o el
estruendo del trueno, percibo en todos ellos el testimonio de tu unidad;
siento que tú eres el supremo poder, la omnisciencia, la suprema sabiduría,
la suprema justicia.
“Oh, Dios, te reconozco en las pruebas que estoy pasando. Permite,
Oh, Dios, que tu satisfacción sea mi satisfacción. Que yo sea tu alegría,
aquella alegría que un padre siente por un hijo. Y que yo me acuerde
de ti con tranquilidad y determinación, incluso cuando resulte difícil decir te amo?