Desde niño he sido un gran amante de los animales, que me han
enseñado mucho, y siempre he tenido alguno o algunos viviendo
conmigo.
Estas dos historias pertenecen a mi biografía, pero bien merecen
ser divulgadas - aún corriendo el riesgo de ser tachado de Dios sabe qué
- para demostrarnos cómo, por un lado, los Espíritus-Grupo de los
animales, como arcángeles que son, nos ayudan cuando tienen ocasión y
nos dan lecciones. Y, por otro, cómo los animales que conviven con
nosotros, asimilan lo bueno y lo malo y son capaces de expresarlo, con la
ayuda, por supuesto, de su Espíritu-Grupo.
La primera se refiere a un periquito. No sé cómo se llaman en cada
país. Son como loros o papagayos pequeños, del tamaño de un canario.
Pues bien, cuando vivía mi primera mujer, que era alemana y le
encantaban los animales, compramos un periquito macho de color azul.
Era muy cariñoso y, cuando le pedíamos un besito, nos lo daba con
mucho amor, en la boca. Se llevaba muy bien con nuestros perros, que lo
miraban pasar sobre sus cabezas preguntándose cómo se las arreglaría
para volar.
Decidimos no tenerlo encerrado, así que tenía su jaula, con su agua
y su comida, pero la puerta estaba siempre abierta, de modo que Bubi,
que así se llamaba, estaba todo el día volando por la casa. Aprendió a
decir varias cosas, como "Hola, Bubi", "corre, corre", "adiós", y algunas
más. Cuando yo llegaba a casa, del trabajo, le silbaba y le decía: "Bubi,
komm",. que en Alemán quiere decir "Bubi, ven" y, automáticamente,
estuviera donde estuviese, venía volando a posarse en mi dedo y a darme
un besito de bienvenida. Pero todo esto no tendría nada de particular si
no fuera por lo que sigue. Por supuesto, a mí me quería mucho, pero por
mi mujer, con la que estaba todo el día, sentía verdadera adoración. No
sabía separarse de ella.
Cuando llevábamos seis años casados, sin hijos, mi mujer se
quedó, por fin, encinta. Escribimos, felices, a sus padre a Alemania - mi
mujer era hija única - comunicándoles que iban a ser abuelos y, el mismo
día en que recibieron nuestra carta, mi mujer de repente, por la mañana,
aún en la cama, me dijo "No me encuentro bien", y se murió. Así. Sin
más. Me quedé, pues, en un momento, sin mujer y sin hijo y sin ilusiones
y sin objeto en la vida. Y tuve que destrozar aquel día feliz a mis suegros
con un telegrama que decía: "Sonja muerta de repente. Entierro pasado
mañana". Es fácil imaginar cómo me sentí. El mundo desapareció para
mí. No comprendía nada (no conocía las Enseñanzas). Me rebelé,
protesté, blasfemé, me desesperé, pero nada pudo devolverme ni a mi
mujer ni a mi hijo.
Y cuando, al día siguiente del entierro, estaba yo en casa,
poniéndole la comida a Bubi, que esos tres días no había querido salir de
su “casa”, súbitamente, se desplomó desde su cañita y cayó muerto al
fondo de la jaula. No pudo soportar la ausencia de mi mujer. Lo llevé al
cementerio y lo enterré a su lado, quedándome más solo aún que antes.
El segundo hecho se refiere al mismo tema. Mi mujer y yo
teníamos, como he dicho, además de Bubi, dos perros: un caniche
mediano, negro, listísimo, que se llamaba Gobo, y un mastín extremeño
que me habían regalado de cinco días y al que habíamos criado, como a
un hijo, con biberón. Se llamaba Dago y llegó a pesar sesenta kilos. Y,
como el mayor en edad era Gobo, pues tenía un año más, y aunque Dago
era cuatro veces más grande, se convirtió en su protector y maestro, cosa
que Dago aceptó de buena gana.
Pues bien, cuando mi mujer murió, vinieron mis suegros al entierro
y de regreso, se llevaron a Gobo, quedándome yo con Dago. Y Dago se
impuso la obligación de cuidarme. A su manera, claro. Y lo cumplió con
todo el amor y la delicadeza que sólo un perro sabe manifestar. Lo hacía
en todo momento, como preocupándose por mí. Pero, especialmente,
recuerdo las noches. Las noches eran lo peor, porque de noche se siente
más la ausencia de un ser querido, nos hace más falta y nos angustia y
oprime la soledad. Y Dago, que dormía en la antecocina, al fondo de un
pasillo larguísimo, cada noche, hacia las dos de la madrugada, se
levantaba de su cama. Yo oía sus pasos lentos, pesados y familiares, por
el pasillo, acercándose a mí. Llegado a mi lado, se quedaba quieto,
observándome. Si yo no me movía, permanecía un largo rato allí,
vigilándome, llenándome con sus vibraciones de cariño y, convencido de
que dormía, regresaba pausadamente a su lecho. Pero, si yo hacía el
menor movimiento, se me acercaba y me cubría la cara de lametones
queriéndome decir: no llores, no estés triste, yo estoy aquí, estamos los
dos juntos aún y podemos consolarnos mutuamente". Lo hizo así hasta
que mis suegros, al año siguiente, se lo llevaron también, pues el pobre
no podía estar en el piso todo el día solo hasta que yo regresara del
trabajo, y mis suegros vivían en el campo. Tanto Gobo como Dago
murieron en Alemania, los dos a la edad de catorce años.
Mientras escribía esto he revivido aquellos días y he vuelto a sentir
todo el dolor de entonces, pero ha valido la pena para inmortalizar a
estos dos seres extraordinarios que, en mi memoria jamás murieron, pero
que merecían sobrevivir también en la memoria de más amantes de los
animales.
Aquel dolor tan inesperado y tan intenso fue lo que me hizo
plantearme muchas preguntas y empezar la búsqueda de respuestas que
duró años - yo tenía treinta y dos - hasta que encontré El Concepto
Rosacruz del Cosmos, ya con cuarenta y cuatro.
Para completar la historia, sólo diré que, años después, me volví a
casar, esta vez con una española, que me ha dado una hija y un hijo y
éstos me han hecho ya abuelo de tres niños, de los que espero hacer tres
grandes amantes de los animales.
Actualmente tengo un precioso chow-chow de cuatro años,
llamado Chu, y una encantadora y cariñosísima gatita persa, de nombre
Flor, más dos tortugas africanas: Ramona, que ya está con nosotros
veintiocho años y forma parte de la familia - nos conoce y come de
nuestra mano y se deja rascar debajo de la cabeza, y Ramón, más joven y
más arisco.
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