de Monteverde se representó en Venecia en 1667.
bien por alguna extraña contorsión del semblante de aquel o algún signo fatal de
su arco, — un suave murmullo del público volvía a transportar al músico desde el
Tártaro o el Eliseo a las modestas regiones de su atril. Entonces Pisani parecía
despertar sobresaltado de un sueño, y después de echar una tímida y rápida
mirada en derredor de sí, con aire abatido y humillado volvía su rebelde
instrumento al carril monótono de su papel. Pero en su casa se desquitaba con
usura de su pesada sujeción, y apoderándose con furia de su violín, tocaba y tocaba
con frecuencia hasta el amanecer, haciendo oír sonidos tan extraños y terribles,
que llenaban de supersticioso terror a los pescadores que veían nacer el día en la
playa contigua a su casa, y hasta él mismo se estremecía como si alguna sirena o
espíritu invisible entonara lastimeros ecos en su oído.
El semblante de este hombre ofrecía ese aspecto característico propio de las gentes
de su arte. Sus facciones eran nobles y regulares, pero agostadas por el sufrimiento
y algún tanto pálidas; sus negros cabellos formaban una multitud de rizos, y sus
grandes y hundidos ojos permanecían casi siempre fijos y contemplativos. Todos
sus movimientos eran particulares y repentinos cuando aquel frenesí se apoderaba
de él, y entonces andaba precipitadamente por las calles, o a lo largo de la playa,
riendo y hablando consigo mismo. Sin embargo, era un hombre pacífico, amable e
inofensivo, que partía su pedazo de pan con cualquier perezoso lazzaroni de los
que se paraba a contemplar mientras ociosamente estaban tendidos al sol. Y con
todo, Pisani era insociable: no tenía amigos; no adulaba a ningún protector ni
concurría a ninguna de esas alegres bromas de las que tanto gustan los músicos y
los meridionales. El y su arte eran a propósito para vivir aislados, y parecían
creados el uno para el otro. Ambos eran extraños; ambos pertenecían a los tiempos
primitivos, o a un mundo desconocido e irregular. Era imposible separar al
hombre de su música: ésta era él mismo. Sin ella, Pisani no era nada, o no pasaba
de ser una mera máquina; con ella, era el rey de su mundo ideal. ¡Al pobre hombre
le bastaba esto! En una ciudad fabril de Inglaterra hay una losa sepulcral cuyo
epitafio recuerda a un sujeto llamado Claudio Phillips, que fue la admiración de
cuantos le conocieron por el desprecio que manifestaba por las riquezas y su
inimitable habilidad en tocar el violín. Lógica unión de opuestos elogios. ¡Tu
habilidad en el violín, oh, genio, será tan grande cuanto lo sea tu desprecio por las
riquezas!
El talento de Pisani, como compositor, se había manifestado en música adecuada a
su instrumento favorito, que es indudablemente el más rico en recursos y el más
capaz de dominar las pasiones. El violín es, entre los instrumentos, lo que
Shakespeare entre los poetas. Sin embargo, Pisani había compuesto piezas de
mucha más fama y mérito, y la principal era su preciosa, su incomparable, su no
publicada, su no publicable e imperecedera ópera
Sirena. Esta grande obra había
sido el sueño dorado de su infancia, la dueña de su edad viril, y, a medida que
entraba en años, la quería más entrañablemente. En vano Pisani había luchado
consigo mismo para dar a luz esta maravilla: hasta el amable y modesto Paisiello,
maestro de capilla, meneaba ligeramente su cabeza cuando el músico le favorecía
haciéndole oír alguno de los trozos de sus escenas más notables, y porque esta
música difería de todo lo que Durante le enseñó para brillar, ¡se permitía decir a
Pisani que atendiera al compás y que afinara su violín!
Por más que le pueda parecer extraño al lector, el grotesco personaje que me
ocupa había contraído aquellos lazos que los mortales ordinarios creen solo de su
particular monopolio: se había casado y tenía una niña; y lo que parecerá más
extraño todavía, su mujer era hija de un pacífico, sobrio y muy razonable inglés;
tenía mucha menos edad que él, y era linda y amable como una verdadera inglesa.
Esta joven se había casado con Pisani por elección propia, y le amaba todavía. De
qué manera la joven inglesa se había arreglado para casarse con él, o cómo este
hombre esquivo e intratable se había atrevido a proponérselo, solo puedo
explicármelo preguntándoos, después de haberos hecho dirigir una mirada en
derredor vuestro, cómo la mitad de los hombres y de las mujeres que conocéis
pueden encontrar su pareja. A pesar de ello, y mirándolo detenidamente, esta
unión no era una cosa tan extraordinaria. La muchacha era hija natural de padres
demasiado nobles para reconocerla o reclamarla, y la llevaron a Italia par que
aprendiese el arte que debía proporcionarle los medios de vivir, pues la joven tenía
gusto y voz; además, veíase tratada con dureza, y la voz del pobre Pisani, que era
su maestro, resultaba la única que había oído desde su cuna que no fuese para
reñirla o despreciarla. Después de esto, lo que resta, ¿no es una cosa muy natural?
Natural o no, ellos se casaron. Esta joven amaba a su marido, y, a pesar de sus
pocos años y de su belleza, podía decirse que era el genio protector de los dos. ¡De
cuántas desgracias le había salvado su ignorada mediación contra los déspotas de
San Carlos y del Conservatorio! ¡En cuántas enfermedades, pues Pisani era
delicado, le había asistido y alimentado! Con frecuencia, en las noches oscuras, le
esperaba en la puerta del teatro con su farolito encendido, dándole su robusto
brazo para que se apoyase; y otras veces, si no hubiese sido por ella, ¡quién sabe si
en sus ratos de desvarío, el músico no se hubiese arrojado al mar en busca de su
Sirena
! Por otra parte, la buena esposa escuchaba con paciencia — pues no
siempre el buen gusto es compañero del verdadero amor, — y a veces muy
complacida, aquellas tempestades de excéntrica y variada melodía, hasta que, por
medio de constantes elogios, conseguía distraerle y llevarle a la cama cuando se
ponía a tocar en medio de la noche.
La música de Pisani era un parte del ser de su esposa, y esta amable criatura
parecía una parte de la música de su marido, porque cuando ella se sentaba junto
a él, se mezclaban en las tocatas pedazos de inexplicable armonía. Sin duda su
presencia influía sobre la música, modificándola y haciéndola más suave; pero
Pisani lo ignoraba, pues nunca se había cuidado de averiguar de dónde ni cómo le
venía su inspiración. Todo lo que el músico sabía era que adoraba a su esposa, y
aun le parecía que se lo decía así lo menos veinte veces al día, cuando en realidad
no desplegaba nunca los labios, pues Pisani era muy parco de palabras hasta para
su consorte. Su lenguaje era su música, así como el de su mujer eran sus cuidados.
Pisani era más comunicativo con su
barbitón, como el sabio Mercennus nos enseña
a llamar al violín, una de las variedades de la gran familia de la viola. El músico
pasaba horas enteras con este instrumento, ensalzándole, riñéndole o
acariciándole; pero se le había oído también jurar por su barbitón, exceso que le
causara un eterno remordimiento. El instrumento tenía su lenguaje particular;
podía responderle. Cuando a su vez había salido de las manos del ilustre
instrumentista tirolés Steiner, era un buen compañero. Había algo de misterioso en
su incalculable edad. ¿Cuántas manos, ahora convertidas en polvo, habían hecho
vibrar sus cuerdas antes de que pasase a ser el amigo familiar de Cayetano Pisani?
Hasta su caja era venerable, pues, según se decía, había sido pintada por Caracci.
Un inglés, colector de antigüedades, ofreció a Pisani más dinero por la caja que el
que éste diera por el violín. Pero Pisani, a quien importara poco habitar una
cabaña, hubiese deseado un palacio para su barbitón, al que consideraba como su
primer hijo, no obstante tener una hija, de la cual voy a ocuparme.