Las tablas desvencijadas crujían bajo sus pa uno de los agujeros que poblaban aquel suelo, la única claridad que llegaba desde el exterior no permitía vislumbrar ninguna sombra reconocible, hacía mucho frío y el aire entraba libremente por unas ventanas sin cristales y la única música audible era el silbar del viento. Se movía con dificultad, con esa lentitud temblorosa propia de los viejos, acompañada por el ruido de las maderas que parecían emitir quejidos al pisarlas y por el jadeo de su respiración agitada. Su mirada parecía perdida pero la posición de sus brazos permitía reconocer que aquel miserable anciano estaba bailando.
Había cenado un kiwi podrido y dos galletas rancias, las había conseguido en un basurero al que se había atrevido a acercarse en cuanto se hizo de noche, él sabía que eran los lugares más vigilados, pero siempre hay que correr riesgos, se decía, para cenar en Navidad. A lo lejos, vio una banda de jóvenes quienes con sus propias linternas, iban iluminando los montones de escombros en busca de siluetas humanas. Esto le obligó a echarse al suelo y permanecer inmóvil sobre unas latas pestilentes, cuyo olor él ya no percibía. Así estuvo durante horas, hasta que las luces se apagaron y pudo oír el ruido de unos motores alejándose. Cuando trató de levantarse sintió un dolor agudo con cada intento de mover sus piernas o sus brazos. Con grandes esfuerzos consiguió ponerse en pié. Un dedo le sangraba y metiéndoselo en su boca desdentada lo chupó, la sangre tibia con su sabor tan familiar le reconfortó. Arrimado a las paredes y parándose frecuentemente para escuchar y recuperar el resuello, llegó a las ruinas de lo que hacía más de ciento cincuenta años había sido su casa. La habían comprado poco después de casarse en lo que entonces era una apacible urbanización. Ahora se había transformado en un barrio en ruinas y allí se escondía, con la única compañía de las ratas, y se sentía seguro a pesar de que se sabía perseguido, porque nadie conocía aquel sitio como él.
En su cabeza escuchaba con nitidez las notas de una melodía, que en sus buenos tiempos había sido una de sus piezas favoritas, trataba de bailar y aunque sus movimientos eran torpes y lentos existía en su estampa un atisbo de armonía y dignidad. Su extrema delgadez estaba cubierta por un abrigo raído que le arrastraba por el suelo, sus brazos en posición de enlazar un cuerpo, la cabeza tan erguida como la podía mantener y con la mirada perdida en algún lugar de su pasado. En su ensoñación era capaz de percibir la sensación real del cuerpo cálido de su mujer. La veía en esa edad indefinida en donde la memoria caprichosamente nos sitúa, probablemente la recordaba pasada la juventud, pero antes de enfermar de aquel terrible mal que la llevó a la muerte. Ella, pese a todo tuvo suerte, poco años después la ciencia había conseguido curar las enfermedades y detener el envejecimiento. Pero cuando eso ocurrió, él, en otro tiempo brillante profesor, ya era un anciano.
La euforia se apoderó de la sociedad que había logrado el sueño de la inmortalidad, se distribuyeron grandes cantidades de pastillas milagrosas que nos situaban a salvo de la enfermedad. Se construyeron lujosas residencias para la gente mayor, que en aquel momento ya no podía trabajar y que sin embargo estarían siempre presentes. Estaban atendidas por personal amable y cariñoso, lo que les permitía disfrutar de una vida que supuestamente iba a ser eterna. Poco a poco, fueron apareciendo opiniones aisladas en los medios de comunicación, sobre la dificultad de sostener aquella situación de forma indefinida y él sintió el peligro cuando se aprobó una ley que les eximía de la “penosa obligación de ir a votar”. Poco a poco aquellas instituciones fueron cayendo en el abandono, se le dedicaba cada vez menos dinero, porque en opinión de “las clases productivas”, los jóvenes naturalmente, eran excesivamente costosas y le exigían impuestos onerosos. Él vio venir el peligro, comenzó a acumular pastillas, y fue viendo como las residencias se convertían en guetos y antes de que decidieran cerrarlas, una noche huyó. Tras unos años vagabundeando, volvió a su barrio de siempre, ahora contaminado y abandonado al lado del río que carecía de ningún atisbo de vida. Sabía que era cuestión de tiempo, que más tarde o más temprano lo encontrarían y acabarían con él.
Lo que escuchaba era el Vals Triste de Sibelius y se maravillaba de que en una memoria destrozada, fuera capaz de seguir todas las notas con la misma precisión que si tuviese delante el pentagrama, podía oler a su mujer y sentir su aliento en la mejilla, recordaba su risa y podía ver con nitidez la mesa de Navidad, sus manteles de hilo y sus copas de cristal tallado, los niños con la ilusión en su mirada (¡Qué habría sido de ellos!), veía luces del árbol y el nacimiento, y en su paladar sintió de forma tan intensa el sabor de la compota de Navidad, que le obligó a tragar saliva.
Cada vez bailaba con más energía y el suelo crujía con estruendo amenazando con venirse abajo, pero él no escuchaba nada de esto, estaba en su mundo confortable y cuando oyó los ladridos pensó que antes de acostarse tendría que sacar a pasear al perro. Una luz le cegó, sintió un estampido y un dolor agudo en el pecho. Los ladridos eran ahora ensordecedores se desplomó y sintió como su boca se llenaba de nuevo, pero esta vez del sabor dulce de la sangre. El tumulto se hacía más lejano y poco a poco las voces callaban y sólo quedaban algunas risas que cesaron súbitamente justo antes de que detrás de la luz cegadora comenzaran a cantar Noche de Paz.