El despertar de la conciencia a nuestro deber
¡Paz a los seres de buena voluntad!
Elocuente y grandiosa palabra que resuena de tanto en tanto en la atmósfera impalpable que envuelve los mundos cuando una Inteligencia avanzada penetra en los planos físicos siguiendo su ruta de redentor de humanidades.
¡Paz a los seres de buena voluntad...! Elocuente y soberana palabra que os dirijo a vosotros en este instante y bajo el mismo techo, junto a los mismos arroyuelos, entre las canciones rumorosas de las mismas selvas, donde otras veces os he llamado a la conciencia de vuestro deber, como espíritus de mi grande alianza redentora de esta humanidad.
Y os la dirijo como otras veces, lleno de inmensa piedad y conmiseración de vosotros mismos, que desde las tinieblas de vuestra inconsciencia clamáis devorados de ansiedad, de pesimismo y de dolor: ¡Maestro...!, ¿cuándo podremos triunfar de penosos acontecimientos y cumplir nuestra misión como espíritus?
¡Hijos míos...! No sois vosotros sino yo quien debe haceros esa misma pregunta que encierra una queja dolorosa y profunda dirigida a lo más hondo de vuestro yo íntimo, donde el alma desnuda ante Dios y ante sí misma no encubre ni falsea la verdad.
¿Cuándo —os pregunto— dejaréis establecerse plenamente en vosotros el reino de Dios, que es decir el reino de la Justicia y del Amor, después del cual os están prometidas la paz, la dicha y la eterna ventura que anheláis?
¿Cuándo —os pregunto— haciéndoos superiores a las bajezas, miserias y egoísmos que están fuera de Ley en vuestro grado de evolución y en vuestra condición de afiliados a mi obra de redención, os decidiréis de una vez por todas a triunfar sobre vosotros mismos?
No sería vuestro Maestro y vuestro guía si no me viera impelido por esta inmensa piedad y conmiseración hacia vuestra ceguera inconcebible después de tantos y tantos siglos, y en medio de tales desbordamientos de amor y de luz como el Padre ha vertido con abundancia infinita sobre vosotros, sin conseguir vuestro pleno despertar a la realidad de la vida verdadera y de la única felicidad que, a la altura de vuestra evolución, podéis y debéis esperar.
No sería vuestro Maestro y vuestro Guía de siglos si no me viera impelido por la ternura y la piedad para insistir nuevamente en este llamado supremo a la conciencia de vuestro deber, viéndoos zozobrar en medio de la ansiedad y de la angustia, de una desorientación inexplicable en vosotros, cuya ruta fue claramente diseñada hace tantos siglos. No obstante, el desaliento os hace languidecer, como al que ignora dónde asentar su planta.
¿Cuándo será, os pregunto, que como aquel Adonai de los días de Abel, el Ananías de los libros bíblicos, vislumbréis en entusiastas deliquios del alma la infinita pureza de Dios y pidáis al fuego divino que abrase y consuma como en ardiente llamarada las ruindades de vuestra materia, más poderosa siempre que los anhelos de vuestro espíritu, pobre tórtola encadenada en los negros abismos en que la sumerge vuestra ceguera y vuestra debilidad...? ¡Y dispersos y desunidos en este paraje como en otros parajes de la tierra, a causa de intereses encontrados y de miras egoístas y mezquinas, casi todos los que me han amado y seguido durante tantos siglos; los unos por ignorancia, los otros por fanatismos, cierran su espíritu a la palabra del Maestro y corren por rutas inseguras y tortuosas que enredan y dificultan sus propios caminos; presentando ante mí, que os contemplo como desde lo alto de una montaña, el doloroso espectáculo de ciegos, inconscientes de que lo sois, que os divertís jugando al borde de un peligroso abismo sin salida...! Y es entonces cuando, impelido por esta honda piedad y conmiseración os reclamo a la distancia con la voz poderosa del amor, buscando despertar vuestro recuerdo de lo que habéis sido, de lo que sois en la hora presente y de lo que debe resurgir en vosotros si de verdad amáis al supremo Ideal que habéis abrazado, si amáis a vuestro Maestro y os amáis a vosotros mismos.
Vuestras desazones y vuestras rebeldías interiores, vuestras desesperanzas y abatimientos creados y forjados por el errado miraje con que contempláis vuestra vida actual, forma en vuestro horizonte mental esa niebla impenetrable, esa pesada telaraña de pesimismo en que envolvéis también a este ser que recibe y transmite mi pensamiento y a quien he amado desde tantos y tantos siglos; también ella olvida su grandeza como espíritu avezado ya a subir cuestas penosas con grandes sacrificios ignorados y ocultos.
¡Amigos míos...! convenceos de que no es a mí a quien debéis interrogar por qué tarda en brillar para vosotros el día sereno del triunfo, de la paz y de la ventura que anheláis, porque aunque soy vuestro Maestro y Guía, la Eterna Ley no permite traspasar la barrera de vuestro libre albedrío, de vuestra voluntad soberana, de vosotros mismos, que atraída a veces por los efímeros goces de la vida terrestre, deja de lado mi eterna promesa: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que lo demás se os dará por añadidura".
Convenceos de que sois dueños de los infinitos tesoros de Dios que os los brinda sin mezquindad alguna y que sólo falta vuestra decidida voluntad que diga: ¡Quiero...! y será como lo queréis.
La grandeza del amor divino os rodea y compenetra sin que vosotros lo percibáis a causa de la pesada red en que os envuelven vuestras miserias y debilidades, sin que nada hagáis por eliminarlas de vuestro mundo interior.
Las sonoras armonías de la selva y del agua, el esplendor del cielo sereno, el perfume del campo y hasta el balido de esos animalitos que tanto amé en mis vidas de pastor, os cantan la grandeza de vuestra vida, de vuestros destinos, de vuestro pasado y porvenir; os cantan la belleza inefable encerrada en vosotros mismos, que dueños de los tesoros infinitos de Dios vivís la vida de miseria espiritual de aquéllos cuyo atraso las hace incapaces de otros goces que los que proporciona la satisfacción de los sentidos.
Yo os digo porque conozco vuestro camino de siglos y vuestra ley en la hora presente: jamás encontraréis la paz y la dicha en esta tierra si persistís en buscarla entre los goces efímeros y groseros de la materia que os rodea y envuelve, encadenando vuestro espíritu, mientras él llora y gime buscando la libertad y la luz que vuestra inconsciencia le niega.
Sea este llamado de mi amor de siglos un nuevo despertar de vuestro yo íntimo en la hora presente, que ya es para vosotros la hora de las compensaciones y de la justicia, la de la paz y gloria perdurable, la hora de los tesoros de Dios desbordándose con abundancia infinita para todos los que están en condiciones de recibirlos. Y ya que la Ley Eterna me ha permitido —mediante el esfuerzo de los que me prepararon el camino— llegar hasta vosotros salvando inmensos abismos, responded también vosotros con voluntad decidida y fuerte, a romper de una vez por todas con la ruindad y pobreza espiritual que inconscientemente habéis forjado en torno de vosotros mismos.
Penetrad con valor y sinceridad en lo más profundo de vuestro íntimo ser; quered de verdad salvaros de todo cuanto entorpece y retarda vuestro triunfo espiritual después del cual vendrá a vosotros todo el bien que anheláis para el cumplimiento de vuestra misión en esta hora solemne.
Que al estrechar vuestras manos entre las mías se despierte vivo en vosotros el recuerdo de vuestro ayer, de vuestras promesas, de vuestras alianzas espirituales de siglos, de todo ese himno grandioso de amor y fe que, ante la eterna mirada de Dios, hemos ensayado por siglos de siglos.
Y mientras están unidas nuestras manos a la vez que nuestros corazones, recojo con amor las nuevas promesas que me hacéis con vuestro pensamiento y que quedan vibrando en mi propio ser como una prolongación suavísima del himno eterno de los mundos: "Paz y Amor sobre todos los seres de buena voluntad".
JRLA