Corría el año 1985. Dejando mi cuerpo dormido, me elevé sobre mi
hogar. Vi el paisaje acostumbrado: La silueta de la casa, las luces del pueblo
y, un poco más allá, las de Madrid. Allí me dirigí, a realizar mi labor. Eran las
veintitrés treinta.
Aquella noche tenía el proyecto de ir a un parque, conocido lugar de
encuentro, al que prostitutas de todo tipo, casi todas ellas víctimas de las
drogas, acudían para tratar de ganar, ofreciendo su cuerpo a cambio, el dinero
necesario para conseguir la próxima dosis.
Al llegar, prácticamente en un segundo, las vi, con una distancia de diez
a veinte metros entre una y otra, envueltas en su aura oscura, rodeadas de
seres repulsivos, unos desencarnados que murieron con el vicio del sexo a
cuestas, otros, de naturaleza no humana, larvas horribles que se alimentan de
las vibraciones de las bajas pasiones. El cuadro que ofrecían todas era
tristísimo. Ellas no lo sabían, claro. Ellas creían estar solas, ser libres y actuar,
por tanto, libremente. Porque eso es lo que les sugerían esos desencarnados
que esperaban participar, aunque fuera en un ínfimo porcentaje, de las oleadas
de placer sexual que ellas iban a producir en sus ‘’clientes’’.
Como otras veces, sentí un dolor inmenso por esas mujeres, la mayor
parte de ellas muy jóvenes, que habían visto truncada su vida de un modo
inesperado, a traición, y que, una vez enganchadas a la droga, eran incapaces
de salir del círculo vicioso en que se las había introducido. ¿Qué hacer? ¿Qué
se puede hacer ante la ceguera de los hombres? ¿Cómo se puede comprender
que padres, que darían su vida por sus hijas, sean capaces de frecuentar a estas
mujeres, perpetuando así una de las mayores lacras sociales de la Humanidad,
sin darse cuenta de que también ellas son hijas y tienen padres y familias y
que tenían ilusiones y sueños y esperaban un futuro mejor?
Las contemplé, una por una, para ver de encontrar alguna posibilidad de
ayuda, de luz. Pero no. Sus auras estaban totalmente ocupadas por vibraciones
negativas que me impedían sugerirles un cambio en sus vidas.
Me di cuenta de que muchas de ellas eran portadoras del sida. ¡Qué
horror! Horror por ellas, por la enfermedad en sí y por la responsabilidad que
contraían contagiando, en una especie de venganza inconsciente contra la
sociedad que de tal modo las maltrataba, la terrible enfermedad, que un
desaprensivo les había contagiado, también sin avisar.
Los presuntos clientes, por otra parte, no ofrecían mejor aspecto interno.
Llegaban en sus coches, llenos de deseos pasionales, furtivamente, sin
plantearse siquiera la degradación que suponía su propósito y el daño moral
interior que iban a producir a una muchacha, aprovechándose de su necesidad
de dinero, al incrementar con sus vibraciones negativas, la dependencia de la
pobre desgraciada de las larvas etéricas y astrales y de los viciosos
desencarnados. ¡Si los hombrees pudiesen ver lo que yo veo - pensé -
cambiarían radicalmente! Pero no pueden. Y no pueden precisamente porque
son así y su egoísmo ciega los ojos del espíritu. De modo que, como no ven,
niegan lo que no pueden ver.
Poco que hacer, pues, con aquellos ‘’clientes’’ que iban llegando,
parando sus vehículos, discutiendo el precio y llevándose a las muchachas en
cuestión o satisfaciendo sus deseos allí mismo. Constaté, una vez más, que
muchos de esos ‘’clientes’’ eran hombres casados y con familia. Y, sin
embargo, no tenían ningún escrúpulo en arriesgarse a contagiar luego a sus
cónyuges lo que allí se exponían a contraer. Ni mucho menos, les remordía la
conciencia por su infidelidad que, eso sí, serían incapaces de admitir por parte
de sus esposas.
De pronto, vi llegar a un joven cuya aura era distinta. No estaba
dominada por el rojo oscuro de la pasión. Era más bien desesperación
emocional lo que le embargaba. Lo rodeaban varios desencarnados viciosos
del sexo, haciéndole sugerencias. Pero su aura de buena persona me ofrecía un
resquicio para ayudarle. Investigué su vida contemplando sus átomos
simiente. Era estudiante. Había tenido un amor no correspondido y ello le
había producido una frustración muy grande que desembocó en una especie de
depresión, que los desencarnados se encargaron de incrementar. Por fin, había
caído: Iría al parque y entregaría a otra mujer todo el amor que su elegida
había despreciado. Una vez más, observé la terrible confusión entre deseo y
amor que las fuerzas negativas se dedican a propalar.
El joven estaba nervioso. Era la primera vez que intentaba un contacto
sexual. Pasó junto a una joven morena que le hizo señas. No se atrevió y
siguió adelante, mientras observaba la larga fila de candidatas. En ese
momento, intervine. Le sugerí fijarse en una rubia que se veía a lo lejos.
Aceptó la sugerencia y aceleró hacia ella. La joven se acercó y se asomó a la
ventanilla de la derecha, previsoramente abierta por el joven. En ese instante
le hice observar el enorme parecido que había entre su propia madre y la
prostituta. El parecido no consistía sino en el pelo rubio, que en ambas era
teñido; pero la sugestión surtió su efecto. El joven reaccionó inmediatamente
y aceleró, dirigiéndose a su hogar. Aquella noche meditó, impresionado, sobre
lo sucedido. Con una pequeña ayuda por mi parte, imaginó a su madre en
aquel parque, acuciada por la necesidad, y sintió que su corazón se le partía. E
imaginó a la joven rubia, antes de ser prostituta, llena de vida y de ilusiones y
de proyectos... Y se vio a sí mismo, intentando irresponsablemente hundirla
más aún en el cieno, en vez de tenderle una mano.
Por esa vez, se había salvado. Además, observé que la joven en cuestión
era portadora del sida.
* * *
AMIGO INVISIBLE.- Francisco-Manuel Nácher López
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