Volúmenes y más volúmenes o, mejor aún, muchas librerías se han escrito
para explicar la naturaleza de Dios, pero es probablemente una experiencia
universal la de que cuando más se leen las explicaciones ajenas, menos se
comprende el asunto. Existe una descripción dada por el inspirado apóstol
Juan, al escribir: Dios es Luz, la que es tan iluminadora para nuestra mente
como las demás oscurecedoras.
Quienquiera que medite sobre este pasaje le espera, oportuna y seguramente,
un excelente premio, pues no importa cuantas veces tomemos como objeto de
meditación este pensamiento, nuestro propio desarrollo, según pasan los años,
nos asegura cada vez una más completa y mejor comprensión. Cada vez que
nos absorbemos en estas tres palabras nos bañamos en un manantial espiritual
de profundidad inestinguible y cada vez sucesiva sondeamos más
completamente las divinas profundidades y nos acercamos más a nuestro
Padre Celestial.
Para reanudar nuestro relato, retrocedamos a aquella época de nuestras
existencias anteriores, la cual nos dará la dirección de nuestra futura línea de
progreso.
La primera vez que nuestra conciencia se dirigió hacia la luz fue poco después
de haber sido provistos de la mente y de haber entrado definitivamente en
nuestra evolución como seres humanos en la Atlántida, la tierra de la niebla,
en los más profundos valles de nuestro planeta, donde la caliente niebla
emitida por la tierra, al enfriarse, flotaba como una densa nube sobre la Tierra.
Entonces no veíamos las estrelladas alturas del universo, sin que tampoco la
luz plateada de la Luna pudiese penetrar en la densa y nebulosa atmósfera, que
pendía sobre aquella antigua tierra. Hasta el esplendor ígneo del Sol estaba
totalmente extinguido, pues cuando consultamos la Memoria de la Naturaleza
perteneciente a aquellos tiempos, nos aparece muy semejante a la luz de un
arco voltaico en lo alto de un poste en un día que haya niebla. La oscuridad era
muy acentuada y tenía un aura de varios colores muy similar a los que se
observan alrededor de un arco voltaico.
Pero esta luz tenía una fascinación. Los antiguos atlantes aprendieron de los
divinos Jerarcas que vivían entre ellos, a aspirar a la luz y como la vista
espiritual estaba en decadencia ya (hasta los mensajeros, o Elohim, eran
percibidos con dificultad por la mayoría) ellos aspiraban más y más
ardientemente a la nueva luz, temiendo la oscuridad, que ya habían
descubierto, gracias al regalo recibido de la mente.
Ocurrió entonces el inevitable diluvio al enfriarse y condensarse la niebla. La
atmósfera se esclareció y el "pueblo elegido" fue salvado. Aquellos que habían
trabajado interiormente, aprendiendo a construir los órganos necesarios para
respirar en una atmósfera tal como la que tenemos hoy, sobrevivieron y
vinieron a la luz. No fue una selección arbitraria; el trabajo del pasado
consistió en construir un cuerpo. Aquellos que sólo disponían de agallas,
semejantes a las de los fetos en su desarrollo pre-natal, estaban tan poco
apropiados fisiológicamente para entrar en la nueva era, como el feto lo estaría
para nacer, si no se construyese los pulmones. Moriría como murieron
aquellas gentes cuando la atmósfera hizo inútiles las agallas.
Desde el día en que salimos de la antigua Atlántida, nuestros cuerpos han
estado completos prácticamente, es decir, que no han sido añadidos nuevos
vehículos; pero desde aquel entonces y a partir de ahora los que quieran seguir
la luz han de batallar por el desarrollo del alma. Los cuerpos que hemos
cristalizado alrededor nuestro han de ser disueltos y la quintaesencia de la
experiencia extraída de ellos ha de ser añadida y amalgamada, como "alma", al
espíritu, para llevarle de la impotencia a la omnipotencia. Por consiguiente, el
Tabernáculo en el Desierto fue dado a los antiguos y la luz de Dios descendió
hasta el Altar del Sacrificio. Esto tiene un gran significado: El "ego" había
descendido hasta dentro de su tabernáculo, el cuerpo. Todos conocemos la
tendencia del instinto primitivo hacia el egoísmo y si hemos estudiado la ética
más elevada sabremos cuán subversivo para el bien es la indulgencia de la
tendencia egoísta; en consecuencia, Dios colocó inmediatamente delante del
género humano la Divina Luz sobre el Altar del Sacrificio.
En este altar se veían forzados por la horrenda necesidad a ofrecer sus más
preciados bienes por cada transgresión cometida, puesto que Dios se les
aparecía como un vigilante severo cuyo enojo era peligroso provocar. Pero
aún así y todo la Luz les guiaba. Aprendieron entonces que era fútil intentar
escapar a la mano de Dios. Sin haber escuchado las palabras de Juan "Dios es
luz" habían conocido ya de los cielos en cierta medida, el significado de
infinidad, calculada por el reino de la luz, pues oímos a David exclamar:
"¿Dónde iré fuera de tu Espíritu...? o ¿dónde volaré lejos de tu presencia..? Si
me remonto a los cielos, tú estás allí. Si hiciera mi lecho en el infierno, allí
estarías tú. Si en las alas de la mañana partiera a las lejanías más separadas del
mar, aún allí tu mano me conduciría y tu diestra me sujetaría. Si me dijera,
ciertamente las sombras me cobijarán, hasta en la noche habría luz a mi
alrededor. En verdad, las tinieblas no me ocultarían de Ti, porque la noche
brilla como el día, pues las tinieblas y la luz son ambas como Tú".
Cada año que transcurre, con la ayuda de mayores telescopios, que la
ingenuidad y la habilidad mecánica de los hombres han permitido construir
para atravesar las profundidades del espacio, es más evidente que la infinidad
de la luz nos enseña la infinidad de Dios. Cuando escuchamos que "el hombre
gustaba de las sombras más bien que de la luz a causa de que sus actos eran
malos", vemos que también se amolda, por desdicha, a lo que conocemos
como hechos actuales, e ilumina para nosotros la naturaleza de Dios; pues...
¿no es verdad que nos sentimos siempre en peligro en la oscuridad y que en
cambio la luz nos da una sensación de seguridad análoga al sentimiento de un
niño que nota la mano protectora de su padre...?
El siguiente paso dado por Dios en su trabajo por nosotros, fue el volver
permanente esta condición de estar en la luz, culminado por el nacimiento de
Cristo, quien, como presencia corpórea del Padre, llevaba cerca de sí esta Luz,
pues la Luz vino al mundo para que quienquiera que creyese en Cristo no
pereciera, sino que tendrá una vida imperecedera. El dijo: "Yo soy la Luz del
Mundo". El altar en el Tabernáculo ilustró el principio del sacrificio como
medio de regeneración y así Cristo dijo a sus discípulos: "No existe un hombre
cuyo amor haya sido más grande que el de aquel que da la vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos". Desde entonces empezó su sacrificio, que,
contrariamente a la opinión ortodoxa admitida, no fue consumado en unas
cuantas horas de sufrimiento físico en lo alto de una cruz, sino que es tan
perpetuo como lo fueron los sacrificios hechos sobre el altar del Tabernáculo
en el Desierto, puesto que implica un descendimiento anual a la tierra y
soporta todo lo dolorosas que deben ser las condiciones de la tierra para tan
gran espíritu.
Esto ha de continuar hasta que hayan evolucionado un número suficiente para
sobrellevar la carga de esta densa masa de tinieblas que llamamos Tierra y que
gravita sobre el cuello de la humanidad como una pesada rueda de molino,
impidiendo un mayor desarrollo espiritual. Hasta que aprendamos a seguir "en
sus pasos", no podremos elevarnos más hacia la Luz.
Se dice que cuando Leonardo de Vinci hubo terminado su famoso cuadro "La
última cena" preguntó a un amigo qué le parecía el cuadro.
El amigo miró la pintura con aire crítico unos minutos y dijo:
"Me parece que habéis cometido un error al pintar los cubiletes con que beben
los apóstoles tan ornamentales y parecidos al oro. Las gentes de su condición
no beberían en vasos tan costosos".
Leonardo de Vinci, entonces borró los cubiletes que pintara y que habían
motivado la crítica de su amigo, pero no fue sin dolor de su corazón, pues
había pintado aquel cuadro con su alma más bien que con sus manos y había
rogado para que trajese un mensaje al mundo. Había puesto toda la grandeza
de su arte y la inmensa devoción de su alma en aquel esfuerzo para pintar un
Cristo que hablase, para que condujese al hombre a emular sus hechos.
Miradle sentado a la mesa del festín, La incorporación de la Luz, diciendo
aquellas maravillosas, místicas palabras: Este es mi cuerpo, esta es mi sangre,
dado por vosotros, un sacrificio viviente.
En el período pasado de nuestro camino espiritual hemos estado buscando una
luz exterior para nosotros, pero hemos llegado al punto en que hemos de
buscar la luz de Cristo dentro de nosotros mismos, y emularle haciendo de
nosotros mismos "sacrificios vivientes" como él lo está haciendo. Hay que
tener presente que cuando el sacrificio que espera delante de nuestra puerta
parece placentero y es de nuestro gusto, cuando creemos en poder escoger el
trabajo "en la viña del Señor" y hacer el que mejor nos plazca, no hacemos un
verdadero sacrificio cual lo hizo El, así como tampoco lo llevamos a cabo
cuando somos vistos de los demás y aplaudidos por nuestra benevolencia.
Pero cuando estamos dispuestos a seguirle desde la mesa del festín donde El
era el huésped de honor entre amigos, hasta el jardín de Getsemaní donde
estuvo solo y en lucha con el gran problema que tenía delante de Sí mientras
sus amigos dormían, entonces sí que hacemos un sacrificio viviente.
Cuando estamos satisfechos de seguir "en Sus pasos" al punto del sacrificio
propio en que podemos decir desde lo más íntimo de nuestros corazones, "Tu
voluntad y no la mía", entonces seguramente tenemos la Luz dentro de
nosotros y nunca más existirá desde aquel instante para nosotros lo que
entendemos por tinieblas. Caminaremos en la Luz.
Este es nuestro glorioso privilegio y la meditación sobre las palabras del
apóstol "Dios es Luz" nos ayudará a realizar este ideal, siempre que a nuestra
fe añadamos actos, trabajos, y éstos digan por nosotros como dijo el Cristo de
Leonardo: "Este es mi cuerpo y esta es mi sangre", un sacrificio viviente sobre
el altar de la humanidad.