de Otoño significa un tiempo probatorio para su alma; representada ésta por el paso de la
Tierra, de la luz del verano a la sombra del invierno.
Para el Iniciado, no obstante, éste es el tiempo de fruición espiritual en un despertar a la
conciencia superior del alma. Así como
el Equinoccio de Otoño señala la celebración de la cosecha, cuando la tierra exhala la fragancia
de su fuerte perfume de
frutos y floraciones tardías, de graneros de heno fresco y hojas arrastradas por el viento,
de granos almacenados y de
árboles pintados de rojo fuego, así también ésta indica una forma de
cosecha espiritual en la vida del Discípulo.
La naturaleza siempre está en analogía con el hombre. En el grandioso
trabajo de aquella, encontrará éste el infinito en su interior.
El Neófito aprendió que el Equinoccio de Otoño es el tiempo de preparación y
discernimiento. Cuando ha pasado adelante en el Sendero aprende que en
armonía con el patrón de sacrificio que manifiesta
la naturaleza, donde el Cristo renuncia a su hogar celeste para soportar
el peso de la Tierra con su karma irredimido [tanto en
su cósmico descenso anual, como en su histórico Getsemaní] así
el Discípulo debe también hacer la gran renunciación.
Cualquiera que sea el tesoro más querido e íntimo de su corazón,
debe ser entregado. Puede ser este tesoro
una amada personalidad, fama, fortuna, amplio prestigio o aún la
aspiración de alcanzar el desarrollo espiritual
y el liderazgo, él deberá colocarlo sobre el altar del
sacrificio. En la vida del Discípulo la nota
clave del Equinoccio de Otoño es "no se haga mi voluntad, sino la Tuya".
Bíblicamente, el sacrificio está simbolizado por Abraham, ofreciendo a su propio
hijo Isaac. Sabemos que Isaac fue devuelto a Abraham y vino a ser el canal por el
cual se cumplieron las promesas de
Dios; así también, el sacrificio del Discípulo le es devuelto mil veces multiplicado
en algún postrer día y en una forma más
elevada. Cuando es pasada la prueba, sobreviene una gran recompensa
espiritual. No obstante, la renuncia nunca
estará libre de pesar. Pero el Discípulo nunca enfrenta sus temores
sin ayuda. Cuando él aspira subir a mayores
alturas en el Sendero que conduce a la Iniciación, los
poderes cósmicos le dan una ayuda especial.
En el otoño es Miguel el que viene a dirigir el trabajo de transmutación que sigue a la
prueba de renunciación. Al recibir en completo estado de vigilia los
beneficios de la ayuda de Miguel, el aspirante
es consolado con la visión del aura gloriosísima del Arcángel, la que es
desplegada con un esplendor más brillante
que muchos soles. Según el aspirante aprende a visualizar
esta formidable luz, se ve a sí mismo
elevando su conciencia hasta que se siente siendo uno con aquella,
como si fuera contenido dentro de la conciencia Arcangélica.
La Gloria de Miguel resplandece, a través de los planos internos de la Tierra,
con igual semejanza al influjo del Rayo del Cristo. Deleitado en la
Común (u)nión con esa gloria, el Discípulo proclama
triunfante: "¡Estoy caminando en la Luz!" "¡Soy uno
con el rayo ascendente del Cristo!" "¡Ahora
conozco a Miguel, el Mensajero de Dios!".
Habiendo ascendido a través de los ritos de Purificación, el Discípulo recibe las
bendiciones de Miguel a la Puerta del Templo y entra a sus salones
en donde constata el esplendor de los planos
internos. En esas regiones se encuentra en la presencia de Rafael, que se yergue frente
a él, sosteniendo el fulgurante Cáliz llamado el Grial.
De este modo, el Equinoccio de Otoño, sitio de Preparación para el Neófito y
de Purificación, Renunciación y Transmutación para el Discípulo,
llega a ser el punto de libertad, o Liberación para el Iniciado.