EL SOL DE LA VEJEZ
¡Qué difícil es envejecer con alegría y naturalidad! ¡Qué duro es reconocer que se ha entrado en el atardecer de la vida y captar, al mismo tiempo, que aún queda mucho por hacer! Y al mismo tiempo, que eso que queda por hacer es algo muy distinto, ¡aunque no menos importante que lo hecho hasta ahora!
Hay tres cosas y que producen pena: un "viejo" de cuarenta años, un viejo que se cree "joven" y un viejo que se cree "muerto".
Y unas que producen alegría, un "joven" de ochenta años, es decir un viejo que asume la segunda parte de su vida con tanto coraje e ilusión como la primera. Pero para ser uno de esos, hay que aceptar, que el Sol del atardecer es tan importante como el del amanecer y el del mediodía, aunque su calor sea muy distinto.
El Sol no se avergüenza de ponerse, no siente nostalgia de su brillo matutino, no piensa que las horas del día le estén "echando" del cielo, no cree que es menos luminoso ni hermoso porque el ocaso se aproxima. Tampoco su resol sobre los edificios es menos importante o necesario que el que, hace algunas horas, hacía germinar las semillas en los campos o crecer las frutas en los árboles. Cada hora tiene su gozo y el Sol cumple, hora a hora, con su misión.
Es verdad que la Naturaleza es más piadosa con las cosas, que los hombres con ellos mismos. Nadie desprecia al Sol de la tarde, ni le empuja a jubilarse, ni le niega el derecho a seguir dando su luz, débil, pero luz verdadera, necesaria, a veces la más hermosa. ¡Qué bien sabe el enfermo lo dulce de este último rayo de sol que se cuela, por la última esquina de la ventana!
¡Si todos los ancianos entendieran que su sonrisa puede ser tan hermosa y fecunda, como ese último rayo de sol antes de ponerse! ¡Si comprendieran que el Sol nunca es amargo, aunque sea más débil! ¡Si pensaran lo orgulloso que se siente el Sol de ser lo que es, de haberlo sido, de seguirlo siendo hasta el último segundo de su estancia en el cielo! ¡Señor, no me dejes marchar hasta haber repartido el último rayo de mi pobre luz!.