PRIMERA PARTE
CAUSAS DE LA ENFERMEDAD
Así como el teólogo afirma que la virtud es la condición normal del alma, el médico
sostiene que la salud es el estado normal del cuerpo. Llevando la comparación un
paso más allá, diremos que, así como la virtud es sumamente difícil de adquirir, la salud
es desconocida por la mayoría de los seres humanos, puesto que muchos de ellos
están sometidos por los lazos comunes de aquellas miserias de la carne que Labeo,
el jurista romano llamaba "hábitos nocivos del cuerpo". Aunque muchas enfermedades
tienen sin duda su origen, ya sea en los excesos debidos a la ignorancia o la indiferencia,
ya sea en las condiciones ambientales que escapan al control individual, en general
la enfermedad surge y se arraiga en las intemperancias e irritabilidades de la mente.
"Las perturbaciones - escribe Filón el judío - ultrajan a menudo el cuerpo". En
muchos casos el filósofo resulta el único médico apropiado, ya que píldoras y
purgantes son inoperantes frente a los desasosiegos mentales que tan frecuentemente
engendran desequilibrios físicos. No es propósito de este ensayo desacreditar la teoría
y práctica de la medicina, sino más bien subrayar el antiguo adagio egipcio que
sostiene que el conocimiento es el principal medicamento, pues el hombre
automáticamente racional domina la mayoría de las afecciones que hereda la
carne. Piccolomini afirma que los hombres sabios deberían afianzarse inconmoviblemente
en la moderación del sentimiento y de la acción. Se han producido notables curas
por aplicación sobre la zona física enferma, de las llamadas reliquias sagradas y
otros objetos religiosos que actúan por contacto. Quienes desconocen las sutilezas
de los fenómenos mentales pueden adjudicar una virtud curativa inherente a la
reliquia misma. El psicólogo, en cambio, comprende que su principal valor reside
en la confianza que inspira dicho objeto religioso. Un fragmento mítico de la
cruz real, por ejemplo, produce en el devoto una tan honda exaltación que ésta,
positivamente, quiebra los vórtices psicológicos de la enfermedad. Al quebrarse
los ritmos patológicos del pensamiento, el paciente se libera de la dolencia
de origen mental que, reforzada por el diario convencimiento, ataca (como ya se
ha descubierto) los tejidos físicos, y que, si no se contrarresta corrigiendo el
enfoque mental, puede resultar indudablemente fatal. Pidamos que quienes afirman
que huesos y copones tienen poderes mágicos, expliquen el siguiente hecho
ocurrido hace algunos años. Se abrió una reliquia que había producido milagros, y,
para general consternación, se descubrió que en la confusión propia del envío
de la reliquia al país en cuestión ¡había sido olvidado el contenido de la misma!
"Las inclinaciones morbosas engendran hábitos si aquellas persisten, dice
Plutarco; y Burton añade "Los hábitos son o se convierten en enfermedad".
Muchas personas no quieren reconocer que su temperamento oprime la carne.
Pero puede fácilmente demostrarse que los excesos pasionales consumen el cuerpo,
y que cuando la naturaleza física es explotada por la autocracia de la mente, aquélla
puede quedar reducida a un estado de total agotamiento. Con frecuencia hacemos
caso omiso de las leyes que gobiernan la sustancia material cuando impiden el logro
de un propósito determinado. Aparentemente contamos conque el cuerpo soportará
los abusos continuos, y no queremos reconocer que el inmoderado resulta inevitablemente
destruido por su intemperancia. Dice una máxima china que es posible evitar la mayoría
de las enfermedades. Gran parte de una dolencia que no ha sido atajada con
anticipación, puede curarse por medio de la moderación de las actividades mentales.
De manera que nuestra primer premisa es
básica: La enfermedad es una manifestación física de una disposición morbosa.
¿Qué es, pues, una disposición morbosa? Es una enfermedad del alma. Los modernos
criminólogos reconocen que el crimen es una enfermedad. Estamos además, convencidos
de que la religión rápidamente tiende a convertirse en manía, y de que también es
enfermedad el amor excesivo, pues son, todas éstas, afecciones que desequilibran la
moderación espiritual. A través de la renuncia a sus actitudes personales, Buda encontró
la liberación de la cadena de causa-efecto. Se trataba, sin embargo, en gran medida,
de una cuestión de destino ya maduro que le permitió el triunfo de su propósito. Pero
la mayoría de los seres humanos no poseen, todavía, el mérito del grado de percepción
alcanzado por Buda, puesto que, como dice Lemnio "ningún mortal esta libre de los
excesos". La liberación consiste en emanciparse de todo exceso de las inclinaciones.
El hombre común, no culto, imagina que el Nirvana es un estado en el cual hallan
perfecta y absoluta satisfacción, todos los impulsos e inclinaciones del temperamento.
Por consiguiente, debemos ganar el cielo, para poder apreciarlo. La felicidad del sabio
resulta consecuencia del perfecto equilibrio entre el individuo y el universo del cual
es parte integrante. De la creencia de que el individuo ha desviado a la Naturaleza
de su curso lógico, para servir a alguna absurda idea, sólo puede surgir una falsa
felicidad. Una disposición morbosa es cualquier irritabilidad por la cual el individuo
se aparta de la normal tranquilidad. Un temperamento pervertido surge de la servidumbre
mental a alguna actitud malsana, o, como se decía antiguamente, pasión irracional o locura.
Todas estas enfermedades así llamadas se vuelven sus propios vengadores, ya que
ninguna mente afectada puede gozar ni siquiera de la más mediana cuota de felicidad.
El descontento discute sin razonar, y cuando falta razonamiento, pronto el cuerpo
es atacado y carcomido por los ácidos que producen los celos y la ambición.
Salomón describía estos sentimientos como podredumbre de los huesos. Puesto
que no hay hombre totalmente armonioso, todos estamos potencialmente enfermos.
Sin embargo, deben tenerse en cuenta muchas consideraciones antes de diagnosticar
correctamente, síntomas y padecimientos. Ya que lo que en un individuo brota en
forma de absceso, puede en otro individuo manifestarse como fiebre o como desorden
del aparato digestivo. Primero es atacado el punto más débil, y éste a su vez complica
al resto, hasta que, finalmente, se contamina todo el cuerpo. Un desajuste muy común
entre los llamados sabios consiste en que no se benefician con sus propios consejos.
Como advertía Séneca "ninguno de ellos podría aliviar sus propias dolencias". Casi
todos estos sabios participan de las mismas fallas que critican en los demás. Los
adivinos medievales decían que el infierno está literalmente infectado de teólogos,
y muchos médicos temen sus propias curaciones aún más que las pestes que se
supone tienen que curar. Los supuestos filósofos son, con pocas excepciones,
autócratas, que niegan a los otros la libertad de pensamiento que reclaman para
sí. Como los reformadores que predican la moderación de los excesos, hallamos
incluso a los mejores hombres enfermos de extremismos. Desgraciadamente, dichos
males de la naturaleza mental son pestilentes, violentamente contagiosos, e
insidiosamente infecciosos. Una sola persona obsesionada por una idea puede
contaminar un país, arrastrando a multitud de adeptos a la ruina y al desastre. Para
diagnosticar una enfermedad física nos servimos de la sintomatología. El dolor
es el más piadoso benefactor del hombre pues a menudo le revela su estado
crítico a tiempo para aplicar un remedio. Sin embargo, cuando enferma la razón
debido a alguna actitud anormal, el afectado es el último en ver los síntomas, y
demasiado frecuentemente, es otra persona la que sufre el dolor de la enfermedad
Cuando la mente se descarrila, pierde su propio sentido de la proporción
y se vuelve incapaz de reconocer
sus propias inseguridades. Atadas como a una rueda por los cálculos falsos, da vueltas
y vueltas en torno al eje de su idea, ciega a los errores de su perspectiva. Una persona
así perturbada puede ver las faltas de cualquiera otro, pero,
respecto de las propias, goza de feliz ignorancia, incluso voluntariamente. Cuándo
sus propósitos irracionales comienzan a dar frutos en la forma de variadas. enfermedades,
le achaca la culpa a cualquier otra persona, menos a si mismo. Más de un exterior apacible
y aparentemente sereno cobija un alma infectada por los gérmenes de alguna locura.
Gracias a la fuerza de voluntad, las manos y los pies se someten a una apariencia de
serenidad, mientras el corazón puede estar colmado de destructora inquietud. Sin
embargo, los estados internos no pueden ocultarse tan fácilmente, y aunque no
se expresen a través de palabras o lagrimas, se manifestarán como enfermedades
crónicas o dolor torturante. Los males escondidos en el interior son, para decirlo
con palabras de Crisóstomo "un gusano envenenado que devora cuerpo y alma".
No puede negársele expresión a la personalidad interna. El alma estampa su marca
en el cuerpo, pues la materia es sólo arcilla sin forma hasta el momento en que los
impulsos de la mente la modelan. Si bien el cuerpo no disminuye su estatura porque
el alma se debilite, ni aumenta su tamaño porque el alma haya adoptado una modalidad
jupiteriana, con todo, el aspecto del cuerpo se ajustara, en general, al impulso interno.
Así, si el alma se contrae, el cuerpo claramente se debilitará, para armonizar con
ella, y su aspecto marchito revelará el encogimiento interno; o, por el contrario, impondrá
un aspecto más noble como consecuencia de un aumento de la capacidad de raciocinio
interno. Es un hecho conocido que llevamos puesta el alma en nuestros rostros,
y que cada cabello atestigua nuestro temperamento. La ciencia está descubriendo
últimamente hasta qué punto cada parte representa, la totalidad. Cada gota de sangre
registra cada peculiaridad; una gota de saliva revela todas nuestras debilidades.
Soplad sobre un vaso de agua y éste captará la imagen del alma de modo tan firme
que años más tarde se la podrá descubrir a través de un reconocimiento del cristal.
Paracelso se refería a la enfermedad como a un organismo con sus raíces en la
índole invisible del hombre, que, como una planta parásita o un mamífero, succionara
la sangre de su alma. Afirmaba que, así como los leones y los tigres atacan a los
seres humanos y también se atacan y devoran entre sí, las enfermedades son
bestias voraces desprendidas de la matriz de los impulsos perversos, y deben ser
tratadas como tales; no como simples agregados de malignidades irracionales. Una
enfermedad es un relato o diario, generalmente, un documento bastante comprometedor.
Expone aquello que no diríamos a hombre alguno, pues es una confesión forzada.
Cuando el hombre no puede ser derribado de manera alguna, resulta humillado por
la enfermedad. Pero incluso la dolencia puede resultar una bendición disfrazada,
pues por medio de ese aviso, frecuentemente nos protegemos de nosotros mismos.
Un dolor menor nos previene de cometer un error mayor. Antiguamente la enfermedad
se dividía en dos categorías: aguda y crónica. Las enfermedades agudas irrumpen
repentinamente, desarrollan su curso en un período relativamente breve, y al
alcanzar una crisis súbita, el enfermo moría o se salvaba. Si bien dichas enfermedades
pueden tener origen en actitudes mentales repentinas o extremas, son, en su mayoría,
de origen físico. Derivan de algún exceso físico, del contagio, o de algún quebranto
del sistema. Son agentes de un inminente Karma, y deberían ser enfrentadas por
el filósofo con la mejor voluntad posible y soportadas pacientemente. Dichas enfermedades
enseñan mucho, pues en la mayoría de los casos su causa es clara o puede descubrirse
con poco esfuerzo reflexivo. Por supuesto que una enfermedad aguda puede ser
consecuencia de una acumulación de circunstancias, pues cada hombre tiene su
punto débil. Los animales no tienen otro remedio que soportarla.
Por el contrario, el hombre soporta y al mismo tiempo reflexiona, y si bien la reflexión
es posterior, resulta mejor que nada. Las circunstancias están tan íntimamente ligadas
que podemos prevenirlas por un acto de reflexión y reflexionar por anticipado. Por el
contrario, las enfermedades crónicas, casi invariablemente se originan en el temperamento,
incluso cuando son aparentemente de índole contagiosa, ya que los iguales se atraen, y
una enfermedad sólo persiste y prospera allí donde la alimentan similitudes mentales.
Por tanto podemos afirmar que la mente es, o el origen de la enfermedad, o bien, que
infecta el cuerpo al punto de convertir a la naturaleza física en terreno fértil para el
arraigo y florecimiento de la enfermedad. Las enfermedades de larga duración, que
aumentan con los años, y que finalmente absorben, por así decirlo, al individuo, hasta
el extremo de que la enfermedad, y no el hombre, es quien continúa viviendo, casi
siempre afectan a las personas mental o emocionalmente desequilibradas. Se cuenta
que hubo una vez un gran filósofo con una mente tan equilibrada que no podía morir,
hasta que se supo que tuvo que suicidarse para no tener que vivir eternamente.
Recordemos el famoso "Coche de un caballo, construido el día del terremoto de Lisboa".
Este inolvidable coche fue hecho sin un solo punto débil, y debido a que cada parte era
igualmente fuerte, la carroza duró cien años y un día, al término del cual toda la estructura
se deshizo al mismo tiempo. ¿Acaso no simboliza esto la trayectoria del sabio? Puesto que
no posee debilidades desiguales, muere de golpe y de una sola vez, mientras que la mayoría
de las personas mueren gradualmente a lo largo de la mitad mejor de sus vidas. Hasta cierto
punto, la duración de la existencia física depende de la constitución. Tampoco podemos
dejar de tener en cuenta las tendencias hereditarias, que en la mayoría de los casos perduran
solamente como tendencias a menos que alguna indiscreción traicione a la naturaleza.
Las enfermedades crónicas generalmente atacan después que ha transcurrido la mitad
de la vida, pues se necesitan muchos años para que la corrupción mental consiga
arraigar dichas enfermedades. Salvo casos excepcionales, las mentes de los jóvenes
son demasiado flexibles y se recuperan con demasiada facilidad como para ser dominadas
y limitadas por alguna idea perversa. Además, hasta la mitad de la vida, la vitalidad innata
del cuerpo le permite soportar con relativa impunidad, las insidiosas corrosiones del
alma. Pero así como la lluvia termina por desgastar la piedra, también el tiempo
debilita todas las estructuras. A través de la repetición, se establece un ritmo desintegrador,
y el cuerpo comienza a quebrarse por efecto de su monotonía. Muchas de las
enfermedades crónicas son una suerte de decadencia. Advierten al individuo que
la vida interior ha comenzado a retirarse, desalojada de su centro por circunstancias
adversas. De manera que aquél que sufre alguna interminable enfermedad,
debería comprender que, o utilizó sus facultades racionales tan equivocadamente,
o actuó con tanta imprudencia, que puso en peligro los valores internos, y que, a
menos que corrija el mal, no llegará a los setenta años. El médico puede poner
muchas objeciones a esta idea, pero con todo, el hecho subsiste, y el sentido
común apoya esta tesis. La mente puede controlar el destino del cuerpo, así como
esta comprobado que el individuo puede, en virtud de una tiranía intelectual,
hacer estallar su cerebro o estropearse, también el cuerpo, como el más indefenso
servidor de la mente, debe soportar, con la mayor tolerancia posible,
los excesos de su parte soberana.
Manly Hall – El Recto Pensamiento
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