La preocupación es uno de los peores males que aquejan a la
humanidad de hoy. La gente se pasa la vida preocupada y,
consecuentemente, infeliz.
Pero, ¿qué es la preocupación? ¿Cómo se genera y cómo se
mantiene y, sobre todo, cómo se combate?
La preocupación es una zozobra permanente, una angustia,
percibida hasta físicamente en la boca del estómago, que sobrenada a
todas las vivencias de la existencia cotidiana. Es como un negro
nubarrón que cubre todo el campo visual y lo ennegrece y hace que nos
sintamos inermes, desamparados e impotentes ante algo indefinido pero
perceptible, peligroso e inminente.
Empieza con un parásito de la mente que, rápidamente, pasa al
cuerpo de deseos y, en él, prolifera y lo llena. Su influencia se hace tan
preponderante que el individuo atacado se ve casi imposibilitado de
razonar, de ejercitar su fuerza de voluntad y hasta de recibir los
mensajes de la intuición.
Y, ¿de dónde sale ese tan peligroso parásito? Es una creación de la
mente. Es la forma mental de una posible desgracia más o menos
inminente, pero siempre futura. Esta forma mental la podemos haber
producido nosotros mismos o podemos haberla captado del ambiente,
fabricada por otros. Una vez alojada en la mente, y siguiendo el proceso
normal, – no olvidemos que el pensamiento es creador - llega al cuerpo
de deseos y produce allí la correspondiente vibración, que tratará de
materializarla en los planos etérico y físico.
Todos los días, cada uno de nosotros creamos decenas de esas
formas mentales. Pero, generalmente, son contrarrestadas por otras
opuestas y, por tanto, anuladas, abortadas antes de llegar a
perjudicarnos. Cada temor, cada pensamiento sobre algo desagradable
que puede sucedernos, a nosotros o a quienes queremos, es de esa clase,
pero los compensamos inconscientemente con el subsiguiente deseo de
que no ocurran – deseo que lleva implícita la forma mental creadora
correspondiente – y, como suelen ser más intensos esos deseos que los
temores primeros, los anulan protegiéndonos así del virus inicial, de un
modo casi imperceptible para nosotros.
En este trabajo, sin embargo, nos estamos refiriendo a los que no
llegan a ser anulados de ese modo, sino que acaban pudiendo con
nosotros y deformando completamente nuestra visión de la realidad.
Dos son los motivos que dan origen a esta situación,
desgraciadamente tan frecuente:
1.- El tener centrada la conciencia en el plexo solar. Esto equivale
a vivir en el plano de los deseos inferiores. Si tenemos en ese nivel
centrada la vida, en el plano de lo material, de las necesidades más o
menos perentorias y más o menos en peligro, si nos guía el egoísmo y
carecemos de amor verdadero por los demás, ese germen encontrará en
el cuerpo de deseos el terreno abonado. Y crecerá rápidamente,
fomentando su propia vibración, hasta alcanzar tal tamaño, tal
intensidad, que anulará nuestra voluntad. La angustia crecerá y nos
dejará sin fuerzas para vivir debidamente, para enfrentarnos a los
problemas, para ver con claridad el futuro, sin esperanzas de éxito y, por
tanto, débiles y sin defensa. Y desgraciados.
2.- La falta de fe en algo superior al plano físico. Si se cree sólo en
la existencia de lo físico y, por tanto, se piensa que después de la vida no
hay nada, lo lógico es preocuparse solamente por las posesiones físicas y
los placeres materiales y la posición social, el poder, la fama, la riqueza,
el prestigio, la presunción, la ostentación, etc. Pero, como nada de eso es
perdurable, pues el materialista ve cómo los amigos y parientes se
mueren, de accidente o de enfermedad, y se lo dejan aquí todo; y, cómo
los ricos pierden su riqueza inesperadamente y los que mandan pierden
el poder, y los célebres hoy mueren mañana en el anonimato, cualquier
circunstancia que pueda suponer un peligro de perder lo que tanto
valora, le hace concebir la forma mental de la desgracia subsiguiente,
forma mental que cumplirá su misión infestando su cuerpo de deseos. Y,
como su falta de fe le impide acogerse a ningún áncora de salvación, ese
virus astral acaba por dominarlo y hacerlo desgraciado, tanto si lo que ha
imaginado y espera se produce como si no. Y, en el peor de los casos,
atrayendo lo temido, como consecuencia de la retroalimentación de la
correspondiente forma mental.
La manera más racional de enfrentarse a tal situación es el
razonamiento siguiente: “El problema que preveo, o lo puedo resolver o
no puedo. Si puedo, he de luchar, desde ahora, con todas mis fuerzas por
evitar que llegue y, por tanto, no tiene sentido la preocupación y sí la
concentración, el esfuerzo y la confianza. Y, si no puedo hacer nada en
contra, entonces es ilógico e improcedente preocuparme”.
Los únicos, sin embargo, que pueden hacer frente eficazmente a la
preocupación o, mejor, evitar su nacimiento y su proliferación, son los
estudiantes serios de la Filosofía Rosacruz y, sobre todo, los
probacionistas. Y ello porque han estudiado y conocen el
funcionamiento de las leyes naturales y, por tanto, el cómo y el por qué
de las cosas, y ya no están – o no deberían estar - en el nivel anterior.
Ellos ya han comprendido y sienten con cierta frecuencia, lo que es el
amor desinteresado y altruista, y saben servir inegoístamente a los
demás y, por tanto, los problemas de los demás están al mismo nivel que
los propios o, incluso, delante. Y ello ha hecho que su centro de
conciencia, se haya elevado desde el plexo solar hasta el corazón. (Ya no
sienten la opresión ni el cosquilleo vital en la boca del estómago en los
momentos de tensión de cualquier clase, sino en la región cardiaca). Y
ese amor verdadero y esos conocimientos ocultos, insensiblemente, los
han ido robusteciendo, y dotando de una confianza, - desconocida en el
caso anterior - no sólo en Dios, sino en las propias fuerzas, en las leyes
naturales y hasta en la bondad intrínseca del prójimo.
El estudiante de la Sabiduría Occidental no teme nada mientras
holla debidamente el Sendero. Se sabe parte de Dios. Es consciente de
que su futuro está en Sus manos. Y sabe que los problemas que haya de
afrontar son consecuencias de sus anteriores actuaciones, deudas
pendientes; o son pruebas que ha de superar. Y que, en ningún
momento, debe darse por vencido ni desesperar porque, inevitablemente,
todo pasará y los esfuerzos de hoy darán su fruto. Y siente, en lo más
profundo de su ser, que nunca, en ningún momento de su vida, está solo
ni abandonado, sino que siempre tiene a su disposición una provisión
inagotable de amor y de fuerza interior y de fe y de confianza y de
seguridad y de certeza en el éxito final. Por eso el ocultista se nos dice
que ha de ser valiente. Muy valiente. Porque en esos niveles habrá de
afrontar peligros y problemas y situaciones, cada vez más complicados y
más inesperados y más abrumadores. Porque eso es, precisamente, ese
Sendero que está empeñado en transitar.
Curiosamente, el nivel de espiritualidad, de avance espiritual de los
países, lo mismo que el de los individuos, se puede observar en el grado
de preocupación que contienen sus vidas. Los pueblos viejos ya han
incluido en su conciencia colectiva el conocimiento de que “la
preocupación nunca ha resuelto ningún problema” y, por tanto, van
directos a éste sin pasar por la preocupación. Los países jóvenes, en
cambio, por serlo, se quedan en la preocupación, que los hace
desgraciados sin motivo, – puesto que la desgracia temida aún no ha
llegado ni se sabe si llegará – les obnubila la razón y les hace adoptar
posturas y actitudes extremas, a veces ridículas y hasta
desproporcionadas, que les conducirán a resultados no deseables, de los
que tendrán más tarde que extraer la oportuna lección. Exactamente
como los individuos.
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