Hemos dicho que Jesús hizo prodigios, que los obró por virtud de su
excepcional intuición y comprensión de las leyes ocultas de la naturaleza y
de las superiores facultades mentales y espirituales. Prueba de ello fueron
las numerosas curaciones que realizó.
Intuitivamente conocía la índole de la mente subjetiva respecto del
formidable poder de la sugestión. Intuitivamente diagnosticaba la enfermedad
y su verdadera causa. Su pensamiento estaba vigorizado por la
energía espiritual. Tal confianza inspiraban su personalidad y poder, que
despertaba la soñolienta mente y actualizaba las potencias latentes del
enfermo, por medio de las cuales la fuerza vital normalizaba las morbosas
condiciones del cuerpo. Siempre obraba por virtud de la ley a que hoy
llamamos sugestión. Las notables curaciones que presenciamos por dondequiera
no son más que el resultado de conocer y utilizar la misma ley de que
Jesús se valió magistralmente.
Por virtud de su intuitiva comprensión de las leyes de la mente y del
espíritu fue capaz de emplearlas con tal eficiencia, que en muchos casos
curaban instantáneamente, pero necesitaba en todo caso de la cooperación
mental del enfermo, pues de lo contrario no podía obrar el prodigio. Muchas
veces preguntaba: “¿Creéis que puedo hacer esto?” Y después añadía:
“Conforme a tu fe, se haga en ti.” y el enfermo sanaba.
Las leyes de la terapéutica mental y espiritual idénticamente las mismas
hoy que en tiempo de Jesús y de sus discípulos, cuyo ministerio tenía por una
de sus características la curación de las enfermedades, pues como dice un autor:
“La curación es el testimonio externo y práctico del poder y de la autenticidad de
la religión espiritual que no debiera haberse apartado de la iglesia.”
Los recientes y sinceros esfuerzos para restablecer la curación de los
enfermos en la iglesia según el precepto del Maestro, denotan que se reaviva
el pensamiento respecto del particular. Dicen los relatos evangélicos que
Jesús se dedicó a la curación con mayor frecuencia al principio que al fin de
su ministerio, y por razón de su gran amor a los que sufrían física y
moralmente, cabe suponer que era su intención salvarles la vida material
para provecho de la espiritual.
El pensamiento de que Dios es su Padre le infunde el vehemente
anhelo de dar a conocer al mundo el nuevo mensaje de verdad y justicia.
La religión judaica, que un tiempo vibrara en el alma de los profetas
como la voz de Dios, había muerto sofocada bajo la pesadumbre del dogma,
de las ceremonias y de las observancias externas. La institución eclesiástica
se había robustecido materialmente a costa del espíritu religioso. Pero
Jesús, el Mesías, el divino Hijo del Hombre, trae al mundo el mensaje de la
divina Paternidad de Dios, que es amor, y de la divina filiación del hombre,
que establece la verdad de que todos los hombres son hermanos.
Es Jesús el maestro de una nueva y superior justicia. Expone el
mensaje del Reino de Dios. Enseña a todos los hombres el arrepentimiento,
la evitación del pecado y la vida según el Reino que está en el corazón
humano.
Nadie dirá:” Vedlo ahí. Vedlo allí, porque está en vosotros.” Dios es
vuestro Padre, y Dios anhela que lo conozcáis como a tal: Anhela vuestro
amor, del mismo modo que él os ama. Sois hijos de Dios con tal de que la
ley y vida divina predominen en vuestra mente y vuestro corazón. Así
encontraréis verdaderamente el Reino de Dios, y vuestras obras estarán en
consecuencia con este divino ideal, y vuestra suprema ley de conducta será
el amor a la humanidad. Así llegará día en que el Reino de los Cielos quede
establecido en la tierra.
No vino a predicar fórmulas o dogmas, ni a establecer determinadas
instituciones como la que sofocaba el espíritu religioso en la conducta de las
gentes. Nos trae algo incomparablemente más transcendental, el reino de
Dios y su justicia, del cual todos los hombres son igualmente herederos. Trae
la remisión de los pecados y la salvación de la vida humana, como
consecuencia necesaria del conocimiento y fidelidad a la divina ley.
Todo lo abarca su amor. Viene a cumplir y no a derogar. No viene a
juzgar el mundo, sino a salvarlo. ¡Cuán tiernamente amaba a los niños!
¡Cómo quería que se le acercasen! ¡Cómo gustaba de la natural sencillez e
ingenuidad de la infancia! Oidle: "En verdad os digo: Quienquiera que no
recibiere el Reino de Dios como un Niño pequeño, no entrará en él.” Y
también: ”Dejad que los niños se acerquen a mí, y no lo impidáis, porque de
ellos es el Reino de los Cielos.”
A buen seguro que los forjadores de dogmas y especialmente los
inventores de la caída del hombre no hallarían ni el más deleznable
fundamento para teoría en estas palabras de Jesús. Lo vemos simpatizar y
convivir con el pobre, el afligido y el pecador, lo mismo que con el rico y el
poderoso, procurando infundir en todos el amor y conocimiento del Padre.
El sentimiento de justicia mueve a condenar la opresión, la hipocresía
y la iniquidad, censurando a quienes intentaban levantar, entre el alma libre
y Dios, una valla que cegaba el entendimiento y la conciencia humana con
formulismos y dogmas.
Enseñaba en las sinagogas, pero más frecuentemente en las montañas,
en las orillas de los lagos, bajo el azul del cielo. Reverenciaba la ley
y a los Profetas, que era la religión de su pueblo y la suya propia en los
comienzos de su vida, pero los reverenciaba con tan prudente espíritu, que
las gentes se maravillaban de sus enseñanzas y decían: “Seguramente este
es profeta de Dios. Nadie habló jamás como él habla.” Por la inefable rectitud
de su conducta, por el amor y sabiduría de su persona y por la virtualidad de
las verdades que predicaba, ganó el corazón del pueblo y cada día
aumentaba el número de los que le seguían. Por esto se concitó la
animadversión de los príncipes de los sacerdotes, de los primates de la
jerarquía religiosa entonces existente, que estaban animados del doble
motivo de protegerse a sí mismos y a la religión que habían establecido. Pero
esclavos del formulismo y furiosos al ver el éxito de la predicación de Jesús,
en donde palpitaba el espíritu de la verdadera religión, le dieron muerte cruel.
Hicieron lo mismo que la organización establecida más tarde en su nombre
con muchos verdaderos profetas de Dios. La viva e infalible intuición de
Jesús le capacitó para prever su fin. Nada le disuadió de proseguir su
mensaje sin temor a la muerte. Quería sellar con su sangre su revelación,
seguro de darle mayor eficacia. Sereno y animoso afrontó la muerte; murió
por amor a la verdad del mensaje que tan diligente y heroicamente había
revelado, el mensaje del inefable amor de Dios al hombre. De las enseñanzas
de Jesús debemos inferir que no vino a salvar a las almas de eternos
castigos ni a satisfacer la cólera divina, ni a expiar culpas ajenas, porque todo
esto era contrario a sus enseñanzas. La salvación significaba el supremo
amor del Padre y su anhelo por la dicha de los hombres, la hermosura de la
santidad, la salvación del pecado y del egoísmo, la salvación por el amor y
no el temor, pues de no ser así hubiera cambiado en un instante el propósito
de su vida y el contenido de su obra, lo cual es de todo punto inconcebible.
En las últimas instrucciones que dio a sus discípulos confirmó que la
verdadera esencia de su mensaje era el amor a Dios y el amor al prójimo. No
invalidó su repetida manifestación de que el Reino de Dios y su justicia
relacionaba al hombre con Dios y con el prójimo, de suerte que el orden social
se apoyase en la confraternidad y la justicia. Así reveló el carácter de Dios
encarnado en su carácter.
El poder de la verdad había de salvar la vida, y de aquí su declaración
de que el Hijo del Hombre vino para que los hombres pudieran tener más
plena vida y se salvaran del pecado y de sus consecuencias, haciéndolos
verdaderos hijos de Dios y obreros aptos de su reino. Según Jesús, la
conversión es la realidad de la Ley Divina en la mente y en el corazón, que
salva la vida y en consecuencia el alma.
Con su muerte selló aquella su declaración: ”La Ley y los profetas
fueron hasta Juan. Desde entonces se predica el Reino de Dios y todo
hombre se ve constreñido a entrar en él.” Con su muerte selló el mensaje de
su vida, cuando dijo: ”En verdad, en verdad os digo, que el que oye mis
palabras y cree en aquel que me envió, tiene vida eterna y no irá a
condenación, sino que pasará de muerte a vida.”
Fue el primer hombre que conoció claramente que Dios encarna y
mora en el corazón humano, el primero que conoció su divina filiación y fue
por lo tanto capaz de revelar la divina paternidad de Dios y la divina filiación
del hombre.
En Jesús está el conocimiento de la armonía entre lo divino y lo
humano manifestada en su propia vida y en el camino que señaló, sellándolo
después con su propia sangre.
Jesús es el mediador entre lo humano, el salvador, la verdadera
encarnación de Dios. La verdad que enseñó realza la mente y por lo tanto
la conducta de los hombres a su divino ideal, y los redime del egoísmo y del
pecado, disponiéndolos a entrar en el Reino del Padre.
Jesús es la completa encarnación de la belleza, de la santidad, cuyas
palabras se han difundido y cuyo espíritu actúa incesantemente en el mundo,
conduciendo a los hombres a su ideal.