Las verdaderas victorias son aquellas
que nos acercan al bien,
a la verdad, a la belleza auténtica.
Alcanzar una meta muy deseada,
¿es siempre una victoria?
Llegar a poseer algo anhelado
desde lo más hondo del alma,
¿nos beneficia, nos perfecciona,
nos lleva a la verdadera felicidad,
nos permite construir un mundo
más justo y más bueno?
Hay momentos en la vida que se
presentan como un triunfo,
que nos hacen saltar de alegría,
que nos permiten celebrar
una pequeña fiesta en el alma.
Pero si la fiesta
se convierte en ocasión de injusticia,
si la alegría nos aparta de las metas verdaderas
y nos encadena a seguridades efímeras,
el aparente triunfo se convierte en
el inicio de una derrota amarga.
Las verdaderas victorias son aquellas
que nos acercan al bien, a la verdad,
a la belleza auténtica.
No podemos vivir ilusionados
por fuegos de artificio que deslumbran
pero no llevan a nada sólido ni verdadero.
Sólo lo que nos introduce en el mundo de lo eterno,
sólo lo que nos acerca a Dios y nos une a los demás
seres humanos puede ser visto como
victoria auténtica y buena.
Si recordamos esta verdad, podremos
relativizar victorias (y derrotas)
en el mundo de lo contingente,
para concentrar las propias fuerzas en aquellas
acciones y virtudes que hacen
al mundo un poco más bueno
y nos abren las puertas del Reino.
Entonces seremos capaces de usar
lo mejor de nuestra mente
y de nuestro corazón para vivir según
el mensaje del Evangelio,
para crecer en el amor auténtico,
para caminar cada día con la mirada puesta
en la fiesta que nos tiene preparada,
desde toda la eternidad,