El roble que no quería crecer
En cierta ocasión una pequeña semilla cayó a tierra. Era tan pequeña que ni siquiera
miraba el mundo a su alrededor, sólo yacía enrollada sobre sí misma. Poco a poco las
hojas la cubrieron, así como otros restos traídos por el viento. Luego, el suelo bajo ella
se ablandó con las lluvias y dejó paso a la semilla, la cual se hundió en él. A medida que
pasaba el tiempo, la semilla se volvía tímidamente consciente de sí misma. También
comenzó a percibir que su entorno era oscuro y sin ventilación. Comenzó a sentir una
necesidad más bien inconsciente que consciente de luz y de libertad. Comenzó a brotar.
Ella misma no sabía bien en qué dirección crecer pero mientras se esforzaba, allí
estaban los espíritus de la naturaleza, que la guiaron en la dirección correcta.
Finalmente, brotó de la tierra. Miró alrededor y quedó fascinada por la luz y la belleza
que la rodeaban. “Ah”, dijo, “ahora estoy iluminada. Ahora puedo verlo todo. Qué
glorioso y magnífico estado de existencia. Ahora he alcanzado el propósito de mi vida.”
“No”, replicaron los espíritus de la naturaleza, “mira ese gran árbol ahí delante. Debes
crecer tanto como él.”
“Pero eso es imposible”, dijo el pequeño roble. “Nunca podré ser tan alto. Una sola de
sus hojas es mayor que yo. Fijaos en su ancho tronco, su corteza tan gruesa y sus
grandes ramas. Mira, incluso si crezco todo lo que pueda este verano, nunca alcanzaré
ese tamaño.”
De modo que el pequeño roble se quedó desanimado, sin hacer esfuerzo alguno para
lograr lo que él consideraba una meta imposible y sus pequeñas hojas comenzaron a
palidecer y a caer.
“Debes intentarlo”, lo animaron los espíritus de la naturaleza. “El Dios que está en el
cielo no te habría asignado una tarea imposible. Con seguridad que te ayudará.”
“Bueno, no me siento nada bien cuando mis hojas se vuelven lacias. Tal vez deba
intentarlo”, dijo el pequeño roble.
Así que se reanimó, y Dios envió lluvia cuando el pequeño roble la necesitó, e
igualmente Él le mandó los fortalecedores y exaltados rayos del Sol. Así creció el
pequeño roble todo el verano. Estaba tan ocupado creciendo que tuvo poco tiempo para
preocuparse por si llegaría o no llegaría a ser tan grande como el roble viejo.
Llegó el otoño y el pequeño roble comenzó a perder sus hojas. Esto lo entristeció
mucho.
“Trabajé duramente para hacer crecer todas esas hojas”, decía. “¿Cómo puedo llegar
nunca a ser algo si incluso lo que he conseguido se me arrebata?”
“No te apures”, dijeron los espíritus de la naturaleza. “No perderás nada que sea
esencial para tu progreso.”
Así que el pequeño roble se fue a dormir y durmió todo el invierno. En primavera,
cuando despertó y miró a su alrededor, observó un roble mucho menor que él, recién
surgido del suelo.
“Mirad lo grande que soy comparado con ese chiquitín”, dijo el pequeño roble. “Es él
quien necesita esforzarse en crecer, no yo.”
Así que nuevamente cesó en sus esfuerzos por crecer y dejó marchitarse y caer sus
nuevas hojas, que estaban brotando apenas.
“Pero mira el viejo roble”, dijeron los espíritus de la naturaleza. “No debes darte por
satisfecho hasta alcanzar su tamaño, ni siquiera entonces debes conformarte. Incluso él
tiene crecimiento por delante.”
De modo que el pequeño roble continuó creciendo, verano tras verano. Y llegó a ser tan
alto que podía ver a una gran distancia en la campiña. El pequeño roble se hizo grande
y fuerte, y adquirió la capacidad de producir numerosas semillas por sí mismo y de dar
sombra y protección a numerosas plantas y animales más pequeños bajo sus amplias y
firmes ramas.
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del libro La Era de Acuario Por Elsa M.Glover
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