Los campanazos recorrían el mundo marcando el fin del 2010 y la humanidad se unificaba con diversos matices de alegría colectiva, con rostros iluminados de esperanza. Pero en un punto de nuestro planeta tras la alegria, la tristeza. En Egipto sonó un bombazo que lo estremeció, que causo la muerte a 21 personas y dejo decenas de heridos. El ataque, ocurrido a minutos de que el reloj marcara la medianoche, en esos precisos momentos en que se pasaba del 2010 al 2011, ha sido catalogado como uno de los más graves de la historia reciente de Egipto. No fue acto de celebración, no fue acto de la naturaleza en acción; fue acto de muerte perpetrado por el hombre contra su igual en esa subyugación afanosa que no toma en consideración ni aun las fechas trascendentes creadas por nosotros mismos.
Entendemos que la muerte es un fenómeno universal que marca la terminación de una experiencia de vida y es, generalmente, lamentada. La de un niño nos duele por prematura, la de un adulto por el cese de productividad, de expectativas y planes futuros; la de un anciano por la ausencia de la mirada, la palabra, la caricia de aliento y fortaleza que dan la experiencia. Toda partida, aun cuando sea en forma “natural” deja una sensación de vacío que resulta dolorosa; sin embargo, cuan dolorosa es la herida de una muerte planificada!, pues si no fuimos creados para morir, mucho menos para que nos arrebaten la vida en forma vil. Arrebatar la vida es desacertado pues la muerte de nuestro “enemigo” no implica el que dejara de existir, sino que tan solo hemos obligado a la separación entre lo físico y lo inmaterial. Nada se resuelve arrebatando vidas y hay que dar profundo pensamiento al hecho de que mas que desapareciendo muy bien pudiéramos estar fortaleciendo…
Actos así nos recuerdan que el mundo físico es una representación valida de aquel Valle de Muerte del cual nos hablo el salmista y mientras no tomemos consciencia de la naturaleza y origen espiritual que todos compartimos, por el valle y en oscuridad andaremos. Actos como el ocurrido a nuestros hermanos cristianos en Egipto son, como muy bien dijera Benedicto XVI: “una ofensa a Dios y a la humanidad entera”.