Ha existido en todas las épocas y todas las culturas, tanto en hombres como
en mujeres. Es el dolor causado por la buena suerte de alguien que se nos asemeja.
La individualidad como personas nos lleva a cotejarnos unos con otros,
con sus cualidades, virtudes, belleza, inteligencia.
Desde la infancia deseamos lo que vemos: ser como nuestros hermanos,
tener lo que nuestros vecinos, incluso nuestros padres nos confrontan con ellos.
La competencia nos estimula para superarnos; pero también es fuente de la envidia.
Nos molesta el ascenso del compañero o el nuevo coche del
vecino o que nuestra amiga se ponga de novia.
Aunque nadie lo declare, todos sentimos envidia alguna vez. Lo
importante es el grado, pues puede tornarse enfermizo.
La envidia es un mecanismo de defensa que ponemos en funcionamiento
cuando, al compararnos con alguien (consciente o
inconscientemente), nos sentimos disminuidos.
La infravaloración provoca frustración, derrota y rechazo de uno mismo
y viene acompañada de juicios de valor, críticas,
odio y rabia hacia la otra persona.
Podríamos decir que es un intento torpe de recuperar la confianza y
la autoestima, encontrando más placer en el fracaso
de los demás que en su propio triunfo.
Pero la culpabilidad se apodera de nosotros y no sólo nos avergonzamos
de tener esas emociones, sino que somos condenados por la sociedad.
Así que, sufrimos esa tortura solos, sin animarnos a pedir
un salvavidas, sin contar a nadie lo que nos sucede.
¡Mal hecho! Falta de seguridad.
En realidad, vemos al envidioso como una persona destructiva, poco
generosa y maligna, sin embargo, lo que le ocurre es que tiene un
conflicto tan profundo acerca de sus propios deseos y anhelos que
se asusta cuando ve que el prójimo cumple los suyos.
Admira esa capacidad pero no puede entender cómo es posible que
haya conseguido lo que él es incapaz de lograr.
De ahí sus emociones enfrentadas.
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