El río de la vida fluye entre las orillas del dolor y del placer. El dolor forma parte de la vida y sirve de contrapunto al placer. Y de la misma forma que la respiración y el propio latido del corazón están sometidos a ritmos de alternancia, de igual manera, el dolor y el placer oscilan en los ritmos del vivir. Mientras la actual condición humana no realice el salto evolutivo hacia la conciencia neutral, viviremos el juego de opuestos que teje la vida en su ritmo y polaridad.
Investigaciones recientes con mamíferos del Dr. Olds en París, revelan que existe un lugar en el cerebro que su descubridor denominó como “Infierno Cerebral”, cuya estimulación activa el dolor más angustioso que se pueda experimentar. Sin embargo, cerca del mismo, existe otra área especializada cuya estimulación desencadena un gran placer y éxtasis que dicho doctor denominó como “Paraíso Cerebral”. Afortunadamente, la naturaleza ha sido generosa, el espacio físico del Paraíso ocupa siete veces más espacio que el Infierno.
Hemos sido dotados de una capacidad para gozar siete veces mayor que para sufrir. Pero aunque el dolor tenga una finalidad funcional, si no se acepta y además se trabaja eficazmente para resolverlo, es experimentado como una cruz que puede tentar a la persona a sentirse víctima.
El victimismo es un virus que estanca el alma y convierte cualquier brizna de dolor y frustración en verdadero sufrimiento. Se trata de una actitud de resistencia y parálisis que no enfrenta ni indaga.
El sufrimiento es no sólo dolor no aceptado, sino también resignación que no resuelve y bloquea.
Cuando no aceptamos el dolor, nos estamos resistiendo a comprender el mensaje que éste nos revela. Si, por ejemplo, nos duele una rodilla, examinémosla. Más tarde, y gracias a la llamada que el dolor nos ha hecho, nos habremos enterado de la existencia de una herida, y por ella, también habremos aplicado soluciones inmediatas.
El dolor cuida de nuestro cuerpo, avisándonos de aquellos puntos que merecen atención y supervivencia. De igual manera, cuando el dolor se disfraza de confusión y angustia, en realidad, es nuestro mundo emocional el que nos llama. Cuando esto sucede, algo profundo quiere avanzar en nosotros y proporcionar hondura a una vida, a menudo, de mirada pequeña y plana. A través de la ansiedad y del desencanto, nuestro Ser esencial se hace presente señalándonos la necesidad de cultivar el alma y expandir consciencia.
Como dijo Einstein: “Ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia que lo creó”. A diferencia del dolor, el sufrimiento es una actitud mental. Un nivel de conciencia e interpretación de las cosas que nos bloquea. Para salir del sufrimiento, conviene darse cuenta de la intencionalidad sutil que el proceso nos trae y proceder a un trabajo interno que posibilite el crecimiento hacia un nivel superior de consciencia.
Todo comienza por aceptar nuestro dolor e indagar las salidas más cabales y duraderas. Más tarde, uno acepta que el dolor ayuda a comprender las leyes de la vida y los principios que conforman nuestra maduración interna.
Cuando el dolor pasa, nos deja el corazón más sensible. Sentimos compasión hacia las personas que lo llevan en sus caras. Gozamos de una mayor empatía y hasta somos más aptos para animar a los que todavía viven atrapados en sus propias desgracias. El dolor nos presiona para buscar salidas que, a menudo, nos llevan de la mano hasta la profundidad del alma. En realidad, el dolor nos torna más sencillos, más humildes, con el corazón más abierto y sin corazas. El dolor es inevitable, el sufrimiento se puede superar.
Desde mi corazón
María Inés