Si llevas las velas recogidas,
¿por qué te quejas de no tener
buen viento que te impulse?
Si llevas enrollada tu bandera,
¿por qué te quejas de que los demás
no se contagien de tu verdad?
Si te sientas a la primera piedra,
¿por qué te quejas de quedar
siempre en medio del camino?
Si a la hora de la tempestad desistes
de llevar el timón, ¿por qué te quejas
de tantos tumbos y de tanto andar a la deriva?
Si a la hora del dolor emponzoñas y ahondas
la herida, ¿por qué te quejas de no poder cicatrizarla?
Si lo que transmites es inquietud y desazón,
¿por qué te quejas de quedarte cada día más solo?
Si a la hora de cooperar te encierras
en tu concha, ¿por qué te quejas de que el oleaje
te pase por alto y barra contigo?
Si a la hora de conocer y servir a Dios
te apartas de Él, ¿por qué te quejas
cuando te suelta de la mano?
Si a la hora de hacer un recuento estás inconforme,
¿por qué te quejas si no has sabido vivir?
No abres surcos y anhelas siembra.
No nutres raíces y deseas tronco.
No pasas savia, y ansías frutos.
No te haces maduro, jugoso y sazonado,
y sueñas con que todo te florezca.
No andan tus pies, y quieres huellas.
No trabajan tus manos, y quieres obras.
No abres tus ojos a la vida, y quieres luz.
¿Por qué pides, si no sabes dar?
¿Por qué reclamas, si nada te sirve.
¿Por qué, si cierras los ojos ante el dolor
que pasa a tu lado y cierras la voluntad
ante los compromisos de tu tiempo,
le tienes tanto miedo a tu propio vacío?
¿Por qué, si obras con egoísmo, vives
con aturdimiento y rezas con indiferencia,
le tienes tanto miedo a tu propio abismo?
¿Por qué, si rechazas la luz de Dios y vives
apagando las estrellas, le tienes tanto miedo
a tu propia oscuridad?