Las relaciones que emprendemos con actitudes egoístas (los ‘proyectos de vida’ que trazamos a otros para que nos den felicidad) nos hacen muy vulnerables; los intereses, los anhelos y los atractivos que conforman ese entramado utilitario nos ligan más a los resultados que a las personas y nos obligan a mantener una dualidad truculenta ante ellas –quizá fingiendo que lo afectivo es lo esencial entre ellas y nosotros, o posiblemente involucrándonos en un auto engaño que las prioridades no obtenidas nos obligan a des-velar.
En cambio, las relaciones que emprendemos con actitudes altruistas, libres de ansiedad y codicia, reflejan nuestra fortaleza. Lo mismo ocurre con aquellas relaciones donde nuestra afectividad es espontánea y franca: no forzamos las situaciones y podemos apreciar a las personas como son sin entrar en pugna con ellas, más dispuestos a tolerarlas que a censurarlas, y más solidarios con sus dificultades.
Nuestros juicios negativos son una trampa y un lastre porque provienen de nuestros egos y de sistemas de creencias que conservamos inmodificados y estáticos en nuestra memoria mientras la vida va pasando.
Las personas que nos aman permanecen cerca, aunque hayan ido muy lejos. Nos sentimos unidos a los amigos viejos y a los recientes sin las barreras de los protocolos sociales, económicos o culturales. Nuestras manos y nuestros abrazos comunican alegría, protección y confianza. No nos hacen falta las simulaciones ni las cartas marcadas bajo las mangas.
Las relaciones interrumpidas muestran simplemente el término o cierre de un drama donde los actores estaban disgregados: cada uno recitaba las líneas del personaje representado –conquistador, soñador de su sueño exclusivo que el otro debía llenar, avaricioso y ensimismado. Las funciones repetidas y monótonas en los escenarios cambiantes llenaron de fatiga y frustración a los actores por lo que la separación les parece una conclusión inevitable y redentora según el sistema evaluador del ego.
El amor y la amistad cumplen dos requisitos: crecen a medida que pasa el tiempo y soportan las tormentas que sacuden sus cimientos. Lo demás son ilusiones, tan frágiles como un papel quemado y tan irrecuperables como las palabras dibujadas en el aire. Y se desvanecen tan volátiles como parecieron formarse, a pesar de los pesares y del sufrimiento que dejaron como indicio.
Podemos deducir que las situaciones y relaciones agradables que evocamos con nostalgia y gratitud son aquellas en que logramos una aproximación sincera y una integración equilibrada –nos sentimos regocijados con la presencia y acciones de otros y fuimos correspondidos; sabemos que no participamos en intercambios de conveniencias -las necesidades, las adquisiciones y los accesos como ganancia secundaria- ni en conquistas –alguien debió ser avasallado o sometido para que otro obtuviera sus trofeos y su tributo de placer.
No son las experiencias intensas y obsesivas, ni la avidez impetuosa que debió ser saciada, ni los excesos vividos en los altares y rituales de los sentidos lo que nos llega como recuerdo amoroso a medida que avanzamos en nuestros caminos. Todo eso no es más que la resaca –un nudo en la garganta, niebla sobre el pasado confuso- que nos queda como vestigio amargo.
Cuando nuestra visión nos trae imágenes alegres de la jornada cumplida nos damos cuenta que recorrimos el itinerario adecuado y que los viajeros que nos acompañaban siguieron siendo nuestros amigos, aunque sus siluetas y sus voces se hubieran perdido en la distancia.
Hugo Betancur, médico y psicoterapeuta. (Colombia)