3. LOS ALICIENTES DE LA MADUREZ
El esfuerzo hacia la madurez necesita trabajo, y el trabajo requiere energía. ¿De dónde vendrá el poder para realizar todo esto? Se puede ver las cosas físicas como algo evidente, pero el Maestro bien ha dicho: «No sólo de pan vive el hombre». Una vez que poseamos un cuerpo normal y una salud razonablemente buena, debemos buscar esas atracciones que actúen como estímulos para despertar las durmientes fuerzas espirituales del hombre. Jesús nos ha enseñado que Dios vive en el hombre; ¿cómo podemos pues inducir al hombre a liberar esos poderes de divinidad e infinidad de dentro del alma? ¿Cómo inducir a los hombres a liberar a Dios para que él pueda salir adelante y refrescar nuestra alma al pasar hacia afuera y luego esclarecer, elevar y bendecir innumerables otras almas? ¿Cómo puedo yo de la mejor manera despertar estos poderes latentes del bien que yacen durmientes en vuestra alma? De una cosa estoy seguro: la excitación emocional no es el estímulo espiritual ideal. La excitación no aumenta la energía; más bien agota los poderes tanto de la mente como del cuerpo. ¿De dónde viene pues la energía para hacer estas grandes cosas? Contemplad a vuestro Maestro. Aun ahora él está allí en las colinas llenándose de fuerza mientras nosotros estamos aquí gastando energía. El secreto de todo este problema se encuentra encubierto en la comunión espiritual, en la adoración. Desde un punto de vista humano es una cuestión de meditación y reposo combinados. La meditación pone en contacto la mente con el espíritu. El reposo determina la capacidad para la receptividad espiritual. Este intercambio de fuerza en vez de debilidad, valor en vez de temor, voluntad de Dios en vez de mente humana, constituye la adoración. Por lo menos, así es como lo ve el filósofo.
Cuando estas experiencias se repiten frecuentemente, se cristalizan en hábitos, hábitos vigorizantes y llenos de adoración, y estos hábitos gradualmente se traducen en carácter espiritual, y este carácter finalmente es reconocido por nuestros semejantes como una personalidad madura. Estas prácticas son difíciles y llevan mucho tiempo al principio, pero cuando se vuelven habituales, son a la vez fuente de descanso y de ahorro de tiempo. Cuánto más compleja se vuelva la sociedad, cuánto más se multipliquen los alicientes y encantos de la civilización, más urgente será la necesidad para los individuos conocedores de Dios de establecer tales prácticas habituales de protección, con el objeto de conservar y aumentar su energía espiritual.
Otro requisito para la obtención de la madurez es el ajuste cooperativo de los grupos sociales a un medio ambiente en constante cambio. El individuo inmaduro despierta el antagonismo de sus semejantes; el hombre maduro gana la cooperación sincera de sus asociados, multiplicando así muchas veces los frutos de los esfuerzos de su vida.
Mi filosofía me dice que hay épocas en las que debo pelear, si hace falta, para defender mi concepto de la rectitud, pero no dudo de que el Maestro, con un tipo de personalidad más madura, ganaría fácil y elegantemente una victoria igual mediante su técnica superior y cautivante de tacto y tolerancia. Demasiado frecuentemente, cuando luchamos por lo bien, ocurre que tanto el vencedor como los vencidos han sido derrotados. Ayer mismo oí que el Maestro dijo: «El hombre sabio, cuando trata de entrar por una puerta cerrada, no destruye la puerta sino que busca la llave para abrirla». Demasiado frecuentemente nos embrollamos en una lucha sólo para convencernos de que no tenemos miedo.
Este nuevo evangelio del reino rinde un gran servicio al arte de vivir en cuanto provee un incentivo nuevo y más rico para un vivir más elevado. Presenta un nuevo y exaltado objetivo de destino, un supremo propósito de la vida. Estos nuevos conceptos de propósito eterno y divino de la existencia son por sí mismos estímulos trascendentales, que sacan a relucir la reacción de lo mejor que existe en la naturaleza superior del hombre. En cada cima del pensamiento intelectual se encuentra reposo para la mente, fuerza para el alma y comunión para el espíritu. Desde tales puntos ventajosos de vida elevada, el hombre es capaz de trascender las irritaciones materiales de los niveles más bajos del pensamiento: la preocupación, los celos, la envidia, la venganza, y el orgullo de la personalidad inmadura. Estas almas elevadas se liberan a sí mismas de una multitud de conflictos entrecruzados de las cosas triviales del vivir, y así son libres de alcanzar conciencia de las corrientes más altas del concepto espiritual y de la comunicación celestial. Pero el propósito de la vida debe ser celosamente protegido contra la tentación de buscar logros fáciles y pasajeros; del mismo modo se lo debe promover de manera tal como para que sea inmune a las desastrosas amenazas del fanatismo.
LU 1778