En el Salmo 8:5-7, el rey David formula una pregunta que ha pasado por los
labios de los sabios a través de los siglos:
"¿Qué es el hombre, para que tengas memoria de él, y el hijo del hombre, para
que lo visites? Pues lo has hecho poco menor que los ángeles y lo has
coronado de gloria y de lustre. Lo hiciste enseñorear las obras de tus manos.
¡Todo lo pusiste bajo sus pies!"
El esfuerzo que el hombre ha hecho por resolver este gran misterio ha sido
la causa de que muchos perdieran la razón. Múltiples han sido los
que han ocupado toda su vida queriendo encontrar solución a este
problema, para llegar, a la postre, a la sepultura,
sin haber hallado la respuesta apropiada.
Job, con gran desesperación, cuando sus tribulaciones eran ya tales que
parecía no poderlas soportar, aún clamaba a Dios: "¿Qué
es el hombre, para que lo engrandezcas?".
Mas, ¿dónde ha de buscar el hombre la verdad acerca de sí mismo? ¿A quién
podrá acudir para lograr ese conocimiento? ¿Quién hay que sea lo
suficientemente sabio para poder contestar esta pregunta de modo inteligente?
En el salmo 139:14-16, el rey David alaba a Dios por su grandeza al forjar
al hombre: "Te doy gracias porque eres sublime y te distingues por tus
hechos tremendos: yo lo sé muy bien, conocías hasta el fondo de mi alma,
no se te escondía mi organismo. Cuando en lo oculto me iba formando y
entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi embrión, mis
días estaban modelados, escritos todos en tu libro, sin faltar uno."
En estos versículos se ve que el rey David creía en la evolución y bien
podemos maravillarnos de que haya personas que, después de leer estas
palabras como estudiantes de la Biblia, aún perseveren en sus creencias
fundamentalistas. David confiesa que su arquetipo fue escrito antes que él en
el libro de Dios. Un pensamiento de Dios lo creo. El período de involución
a que se refiere en el Salmo, bien puede
compararse a la descripción rosacruz de la Tierra al principio de la Época Polar.
En el primer capítulo del Génesis, versículo 9, Dios dice. "Júntense las aguas
que estén debajo de los cielos, en un lugar, y descúbrase la tierra seca".
Fue en este período en el que los Espíritus Virginales, con la ayuda de seres
divinos, iniciaron la obra de cristalizar, del espíritu universal, el primer
modelo del cuerpo físico, que fue una forma gelatinosa y transparente,
muy parecida al zoófito. Se nos dice en el Concepto Rosacruz del Cosmos
que "ambos, la vida y la forma, tuvieron su principio en el espíritu, espacio,
caos", como David dice cuando asevera. "Mis días estaban modelados,
escritos todos en tu libro, sin faltar uno". Con esto, pasamos al cuarto día o
época de la creación de la Tierra, tal como se nos describe
en el Génesis, 1:11-12:
"Y dijo Dios: Verdee la tierra hierba verde que engendre semilla y árboles
frutales que den fruto según su especie y que lleven semilla sobre la tierra.
Y así fue. La tierra brotó hierba verde, que engendraba semilla según su
especie, y árboles que daban fruto y llevaban semilla según su
especie. Y vio Dios que era bueno."
El versículo 16 dice: "E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera
mayor, para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease
en la noche". En este período, la Tierra fue arrojada del Sol.
Y así, podemos seguir la obra del espíritu humano en la edificación de su
templo, el cuerpo que habría de ocupar. La condición del hombre en los
tempranos períodos de su existencia, puede compararse a la del arquitecto
que labora fuera del edificio, puesto que en aquel entonces, el espíritu
trabajaba sobre la estructura humana desde el exterior. El esqueleto empezó
a endurecerse durante la Época Lemúrica. En aquel entonces, la Luna fue
arrojada de la Tierra. El cuerpo que el espíritu había ya construido, alcanzó
tal desarrollo que parecía anfibio, muy semejante al embrión humano
durante la sexta o séptima semana. Estaba entonces el cuerpo en su
estadio animal. Y dijo Dios (1:24): "Produzca la tierra seres vivientes según
su género, bestias y serpientes y animales en la tierra." Entonces el hombre
se abría paso hacia arriba, para alcanzar la etapa humana. Este crecimiento
puede observarse en el embrión que, según se nos dice, es prototipo del
crecimiento y desarrollo del cuerpo físico del hombre, mientras pasaba
por las épocas más tempranas del Período Terrestre.
La Era Atlante fue el sexto día de la creación. Durante sus épocas más
tempranas, el espíritu humano se encontraba parcialmente consciente de
su entorno. Estaba en directa comunicación con el mundo invisible, y
sólo en parte, se daba cuenta de lo material. Pero, cuando su edificio
alcanzó el punto en que necesitó ventanas por las que se pudiera
vislumbrar la luz del día, sus ojos se abrieron. Y se vio a sí mismo
como una entidad separada, y tuvo que "trasladarse a vivir" al
vehículo físico que había construido, al que ya no podía guiar
desde el exterior. Hubo de convertirse en el verdadero inquilino
de su propia casa, que ya no era un autómata, guiado por Dios.
Pero, al abrírsele abrieron los ojos para contemplar el mundo físico,
perdió la facultad de ver a sus guías espirituales. Se le expulsó,
pues, al mundo material, para que aprendiera lecciones que no
podía aprender mientras continuara bajo la
dirección y cuidado de los Seres Divinos.
El hombre había llegado, en su evolución, a una etapa equivalente a la pubertad,
tiempo en el que el cuerpo de deseos empieza a expresarse. Entonces empezó
su verdadera peregrinación. Ya no gozaba del amparo y la protección de seres
que viven en el mundo celestial. Con su propio comportamiento ocasionó
que la puerta se le cerrara y, como el joven que se aleja del hogar paterno
para labrar su porvenir en el mundo, tuvo que escoger entre dos senderos, uno
de pureza y rectitud y, el otro, de tentación y pecado. Si el joven escoge el
primero de estos senderos, lo guiará el éxito, y su vida estará repleta de
oportunidades de hacer el bien. Mas si, por ventura, escoge el sendero de la
izquierda, el de la ociosidad y el pecado, encontrará, al fin de su vida, que
ésta ha sido un fracaso y que sus parientes, se encuentran, por tanto, en la
necesidad de mantenerlo. Del mismo modo, el espíritu humano tiene que
escoger su sendero en el mundo físico. Al principio de la revolución que
conduce hacia arriba en el sendero evolutivo, el hombre aún era semejante
a los animales, viviendo primero en grupos y después en tribus. Después,
el espíritu humano, en su afán de evolucionar, se asoció con otros de la
misma raza y, en virtud de ese compañerismo y dedicación a su especie,
alcanzó un efectivo adelanto espiritual. Este amor a la raza o al país nació
en el hombre al ser dotado del libre albedrío. Como su visión espiritual se
había oscurecido, tuvo que adquirir experiencia de otros y
depender de su ayuda y compañerismo.
El hombre ha sido sumamente lento en asimilar la lección
de que debe ser un individuo consciente , guiado por sí mi
una chispa divina, un dios en embrión. Debe aprender a buscar dentro
de sí mismo la guía divina, para no depender de otros. Debe emplear las
capacidades de que Dios lo ha dotado para adquirir conocimientos.
Mediante la lucha por la adquisición de esos conocimientos, va construyendo
su carácter y éste, a su vez, desarrolla las facultades del alma.
Al principio, la chispa divina fue lanzada al espacio como consecuencia del
deseo que el espíritu sentía de crear, pues el deseo es un instrumento
sumamente necesario que el hombre debe emplear en el desarrollo de las
cualidades anímicas. Pero, muy a menudo, se asocian en la mente humana
el deseo y la naturaleza inferior y sensual. Sin embargo, sin el deseo, habría
bien poco crecimiento espiritual, puesto que, cuando el deseo se encauza
y se transmuta debidamente, es un efectivo poder, por
virtud del cual, el motor humano continúa en acción.
Los vehículos inferiores del hombre son sus servidores, cuando alcanza el
suficiente grado de unidad con el Yo Superior. Entonces puede dominar, y
ordenar a esos servidores, que cumplan su voluntad. Cuando se haga dueño
de su propio templo, ya no necesitará buscar conocimientos en el exterior
porque, en verdad, ya "sabrá". El Dios Interno lo guiará. Ya no será víctima
de su medio ambiente. Pero, hasta que no alcance ese sublime desarrollo,
debe pasar por el fuego de la purificación. El alma debe sentir la tristeza
y el sufrimiento, puesto que se ha acarreado estas pruebas por su
ignorante oposición a las leyes de Dios y, cuanto antes llegue a ese
grado de no oposición a los impulsos superiores, antes será libre.
La vida es semejante a un gran mar en el que el espíritu del hombre
emplea su cuerpo como una barca que flota en el océano de la vida.
En él se encuentra una corriente creada por el pensamiento humano,
con la que el hombre puede flotar y seguir el derrotero del placer o
línea de menor resistencia. Mientras flote con la corriente, todo le
parecerá fácil y creerá que la vida es una placentera sucesión de eventos,
frecuentemente libres de todo infortunio. No obstante, el alma depende
de su instrumento para lograr el desarrollo necesario. A pesar de la tosquedad
de la existencia física, los deseos son las alas que, paulatina pero insistentemente,
elevan al alma hasta las alturas. Los sufrimientos que sobrevienen en la vida
son las flagelaciones que el hombre recibe porque quiere hollar el sendero del
placer, y porque permite que sus deseos se enseñoreen de él
en vez de constituirse él en
el dominador. Es el "esmerilado" del sufrimiento el que hace resaltar el
lustre del alma, la parte invisible del hombre divino. El alma obtiene su
alimento para el crecimiento de las experiencias del hombre físico o carnal.
Crece a través de sus sufrimientos y regocijos y, con el tiempo, alcanzará
la iluminación. Por medio del cuerpo-alma, los dos éteres superiores, el
hombre, con el tiempo, alcanzará un estado de conciencia sumamente elevado,
ya que es el vehículo que lo elevará a las alturas de la deidad.