PADRE, SI ES POSIBLE, APARTA DE MI ESTE CÁLIZ...
por Francisco-Manuel Nácher
Ordinariamente, se piensa que esta súplica de Cristo a Su Padre, “Si
es posible, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino
la tuya”, se debe al terror, perfectamente comprensible desde el punto de
vista humano que, la muerte en la cruz, con sus prolegómenos, debía
producir en Jesús, hombre como todos los demás.
Pero, pensemos un poco sobre el tema: ¿Puede alguien creer que
Cristo, que se había ofrecido voluntariamente para redimirnos, podía temer
tanto la crucifixión como para elevar una tal súplica a su Padre? ¿No había
habido siempre martirios espeluznantes y había habido quienes los
supieron soportar con entereza? ¿Y no hubo después de Cristo muchos
mártires que, incluso fueron al martirio - y martirios también mucho más
terribles que la propia crucifixión - contentos de ofrecer su vida por su fe?
¿Estaba justificado ese miedo por parte de Cristo? ¿Era lógico? No.
Habrá que pensar, pues, que lo que le asustaba, hasta el punto de
pedir a su Padre que, si era posible, cambiase los planes, debía de ser algo
capaz de asustar, por supuesto, a un hombre, pero, sobre todo, a un Dios.
¿Y qué pudo asustarle en tales momentos, si no fue la crucifixión?
Lógicamente, lo que le asustó, debido seguramente al componente humano
que había en Jesucristo, fue el inmenso sacrificio que, hasta que toda la
Humanidad quedase redimida, había de hacer Cristo durante seis meses
cada año, permaneciendo constreñido en la Tierra, - un simple cascarón
microscópico para su inmensa grandeza - recibiendo las vibraciones de
todos nuestros errores, odios, egoísmos, maldades, vicios, degeneraciones,
luchas, desprecios, explotaciones, guerras, mentiras, traiciones, etc.,
equivalentes a una electrocución continuada, al tiempo que nos había de
dar su vida, hasta el agotamiento, cada año, para que nosotros, apoyados
en esa vida suya, siguiéramos en nuestra cerrazón. Y así durante miles de
años, hasta que, poco a poco, muy poco a poco, fuéramos dándonos cuenta
de nuestro inmenso error y comenzáramos a rectificar nuestras vidas. Eso
es lo que causó miedo a Cristo. A lo que se añadió su inmensa pena por la
enorme ingratitud de los hombres.
De ahí la prisa por parte de todos los iniciados por acelerar lo más
posible el final de ese inmenso y para nosotros inconcebible sacrificio
anual que Cristo aborda, sólo por amor a nosotros, cada equinoccio de
otoño, para sufrir y agonizar hasta el equinoccio de primavera siguiente.
Meditemos, pues, sobre el tema y, nosotros que tenemos
conocimientos que no posee la mayor parte de la Humanidad, hagamos
todo lo posible por mitigar y acortar ese inmenso martirio de Cristo,
viviendo nuestras vidas lo más ajustadas posible a las leyes naturales,
devolviéndole así una parte infinitesimal de ese amor que derrocha
permanentemente sin límite.
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