"No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón"
Es demasiado fácil dejar pasar el tiempo sin profundizar, sin volver al corazón. Pero
cuando el tiempo pasa sobre nosotros sin profundizar en la propia vocación,
sin descubrir y aceptar todas sus dimensiones, estamos quedándonos sin lo que
realmente importa en la existencia: el corazón (entendido como nuestra facultad
espiritual en la que se manejan todas las decisiones más importantes del hombre).
El corazón es el encuentro del hombre consigo mismo.
“Volved a mí de todo corazón”. Son palabras de Dios en la Escritura. No podemos
regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón, y tampoco podemos vivir
si no es desde el corazón. Dios llama en el corazón, pero, en un mundo como el
nuestro, en el cual tan fácilmente nos hemos olvidado de Dios, en un mundo sin
corazón, a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, nos cuesta llegar al corazón.
Dios llama al corazón del hombre, a su parte más interior, a ese yo, único
e irrepetible; ahí me llama Dios.
Yo puedo estar viviendo con un corazón alejado, con un corazón distraído en el
más pleno sentido de la palabra. Y cuánto nos cuesta volver. Cuánto nos cuesta
ver en cada uno de los eventos que suceden la mano de Dios. Cuánto nos cuesta
ver en cada uno de los momentos de nuestra existencia la presencia reclamadora
de Dios para que yo vuelva al corazón. El camino de vuelta es una ley de vida,
es la lógica por la que todos pasamos. Y mientras no aprendamos a volver a la
dimensión interior de nosotros mismos, no estaremos siendo las personas
auténticas que debemos de ser.
Podría ser que estuviésemos a gusto en el torbellino que es la sociedad y que
nuestro corazón se derramase en la vida de apariencia que es la vida social.
Pero es bueno examinarse de vez en cuando para ver si realmente ya he
aprendido a medir y a pesar las cosas según su dimensión interior, o si todavía el
peso de la existencia está en las conveniencias o en las sonrisas plásticas.
¿Pertenezco yo a ese mundo sin corazón? ¿Pertenezco yo a ese mundo que no
sabe encontrarse consigo mismo? Dios llama al corazón para que yo vuelva,
para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia que tiene en
mi existencia esa dimensión interior. Estamos terminando la Cuaresma, se
nos ha ido un año más de las manos, recordemos que es una ocasión especial
para que el hombre se encuentre consigo mismo.
Curiosamente la Cuaresma no es muy reciente en la historia de la Iglesia, los
apóstoles no la hacían. La Cuaresma viene del inicio de la vida monacal en la Iglesia,
cuando los monjes empiezan a darse cuenta de que hay que prepararse para la
llegada de Cristo. Todavía hoy día hay congregaciones que tienen dos Cuaresmas.
Los carmelitas tienen una en Adviento, cuarenta días antes de Navidad, y
tienen cuarenta días antes de Pascua, de alguna manera significando que a
través de la Cuaresma el espíritu humano busca encontrarse con su Señor. Las
dos Cuaresmas terminan en un particular encuentro con el Señor: la primera
en el Nacimiento, en la Natividad, en la Epifanía, como dicen estrictamente
hablando los griegos; y la segunda, en la Resurrección. Si en la primera manifestación
vemos a Cristo según la carne; en la segunda manifestación vemos a Cristo
resucitado, glorioso, en su divinidad.
De alguna manera, lo que nos está indicando este camino cuaresmal es que el
hombre que quiera encontrarse con Dios tiene que encontrarse primero
consigo mismo. No tiene que tener miedo a romper las caretas con las que
hábilmente ha ido maquillando su existencia. El hombre tiene que aprender
a descubrir dentro de su corazón la mirada de Dios.
Para este retorno es necesario crear una serie de condiciones. La primera
de todas es ese aprender a ensanchar el espacio de nuestro espíritu para que
pueda obrar en nuestro corazón el Espíritu Santo. Ensanchar nuestro espíritu a
veces nos puede dar miedo. Ensanchar el corazón para que Dios entre en él con
toda tranquilidad, no significa otra cosa sino aprender a romper todos los muros
que en nosotros no dejan entrar a Dios.
¿Realmente nuestro espíritu está ensanchado? ¿Mi vida de oración realmente es
vida y es oración? ¿Realmente en la oración soy una persona que se esfuerza?
¿Consigo yo que mi oración sea un momento en el que Dios llena mi alma con su
presencia o a veces con su ausencia? Dios puede llenar el corazón con su presencia
y hacernos sentir que estamos en el noveno cielo; pero también puede llenarlo con
su ausencia, aplicando purificación y exigencia a nuestro corazón.
Cuando Dios llega con su ausencia a mi corazón, cuando me deja totalmente
desbaratado, ¿qué pasa?, ¿Ensancho el corazón o lo cierro? Cuando la ausencia
de Dios en mi corazón es una constante -no me refiero a la ausencia que viene
del sueño, de la distracción, de la pereza, de la inconstancia, sino a la auténtica
ausencia de Dios: cuando el hombre no encuentra, no sabe por dónde está Dios
en su alma, no sabe por dónde está llegando Dios, no lo ve, no lo siente, no
lo palpa-, ¿abrimos el espíritu?, ¿Seguimos ensanchando el corazón sabiendo
que ahí está Dios ausente, purificando mi alma? O cuando por el contrario,
en la oración me encuentro lleno de gozo espiritual, ¿me quedo en el medio, en
el instrumento, o aprendo a llegar a Dios?
Cuando nuestra vida es tribulación o es alegría, cuando nuestra vida es gozo o es
pena, cuando nuestra vida está llena de problemas o es de lo más sencilla, ¿sé
encontrar a Dios, sé seguirle la pista a ese Dios que va abriendo espacio en
el corazón y por eso me preocupo de interiorizar en mi vida? Uno podría pensar:
¿Cuál es mi problema hoy? ¿Hasta qué punto en este problema -un hijo enfermo,
una dificultad con mi pareja, algún problema de mi hijo-, he visto el
plan de Dios sobre mi vida?
Tenemos que experimentar la gracia de esta convicción, hay que ensanchar el
corazón abriéndolo totalmente a la acción transformadora del Señor. Sin
embargo, nunca tenemos que olvidar, que contra esta acción transformadora
de Dios nuestro Señor hay un enemigo: el pecado. El pecado que es lo contrario
a la Santidad de Dios. Y para que nos demos cuenta de esta gravedad, San
Pablo nos dice: “Dios mismo, a quien no conoció el pecado, lo hizo pecado por
nosotros”. Pero, mientras no entremos en nuestro corazón, no nos daremos
cuenta de lo grave que es el pecado.
Cuando yo miro un crucifijo, ¿me inquieta el hecho de que Cristo en la cruz ha
sido hecho pecado por mí, de que la mayor consecuencia del pecado es Cristo
en la cruz? ¿Me ha dicho Dios: quieres ver qué es el pecado? Mira
a mi Hijo clavado en la Cruz.
Cuando uno piensa en el hambre en el mundo; o cuando uno piensa que en cada
equis tiempo muere un niño en el mundo por falta de alimento y por otro lado
estamos viendo la cantidad de alimento que se tira, preguntémonos: ¿No es
un pecado contra la humanidad nuestro despilfarro? No el vivir bien, no el tener
comodidades, sino la inconsciencia con la que manejamos los bienes materiales.
¿Nos damos cuenta de lo grave que es y lo culpable que podemos llegar a
ser por la muerte de estos hermanos?
¿Me doy cuenta de que cada persona que no vive en gracia de Dios es un muerto
moral? ¿No nos apuran la cantidad de muertos que caminan por las calles de
nuestras ciudades? Tengo que preguntarme: ¿Me preocupa la condición moral
de la gente que está a mi cargo? No es cuestión de meterse en la vida de los
demás, pero sí preguntarme: ¿Soy justo a nivel justicia social? ¿Me permito
todavía el crimen tan grave que es la crítica? ¿Me doy cuenta de que una
crítica mía puede ser motivo de un gravísimo pecado de caridad
por parte de otra persona?
Siempre que pensemos en el pecado, no olvidemos que la auténtica imagen, el
auténtico rostro donde se condensa toda la justicia, todo desamor, todo odio,
todo rencor, toda despreocupación por el hombre, es la cruz de nuestro Señor.
El abandono que Cristo quiere sufrir, el grito del Gólgota: “¿Por qué me has
abandonado?” pone ante nuestros ojos la verdadera medida del pecado.
En Cristo esta medida es evidente por la desmesurada inmensidad de su amor.
El grito: “¿Por qué me has abandonado?” es la expresión definitiva de esta
medida. El amor con el que me ha amado, el amor que ama hasta el fin. ¿He
descubierto esto y lo he hecho motivo de vida; o sólo motivo de lágrimas el
Viernes Santo? ¿Lo he hecho motivo de compromiso, o sólo motivo de reflexión
de un encuentro con Cristo? ¿Mi vida en el amor de Dios se encierra en ese grito:
¿“Por qué me has abandonado”?, que es el amor que ama hasta el último
despojamiento que puede tener un alma?
En esta Cuaresma es necesario volver al interior, descubrir la llamada de Dios a
la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas sus
dimensiones. Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a Dios
y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de indiferencia,
de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la dimensión interior de
nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta
que en nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse
con el amor de Dios.