Dios es el omnipotente que puede hacer todo cuanto quiere, como quiere y cuando quiere: “Todo cuanto agrada al Señor lo hace en el cielo y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Sl 135, 6). Nada puede impedir su acción, nada puede oponerse a su poder, nada le es difícil: “ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1, 37).
Las obras del hombre, aun las más sencillas, requieren tiempo, trabajo, material y colaboración; las obras de Dios, aun las más grandiosas, se cumplen en un instante por un acto sencillo de su voluntad. Dios es tan omnipotente que transforma a los hombres, hijos del pecado, en hijos suyos adoptivos, partícipes de su vida divina. Dios es tan omnipotente que saca el bien hasta del mal. La omnipotencia de Dios está siempre en acto, siempre a la obra, sin cansarse nunca; y esta omnipotencia grandiosa, infinita y eterna está siempre al servicio de la Bondad infinita o, mejor dicho, es la misma Bondad infinita que puede hacer todo cuanto quiere. ¡Cuanta necesidad tenemos de su ayuda nosotros tan débiles, que queremos, si, el bien, pero tantas veces nos sentimos incapaces de practicarlo.
Si el hombre puede y sabe hacer algo, no es por virtud suya propia, sino porque Dios le ha dado parte en su poder divino: abandonado a sí mismo no sería capaz ni de formular un pensamiento o articular una palabra. Esta su impotencia radical debe mantenerlo en humildad pero no debe acobardarlo, porque Dios, bondad infinita, así como lo ha llamado a la vida, le da también la capacidad y las fuerzas necesarias para su vivir y su obrar; y se las da tanto más abundantemente cuanto el hombre es más humilde y con más confianza acude a él. “Al cansado da vigor, y al que no tiene fuerzas le acrecienta la energía. Los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en el Señor, él les renovará el vigor…, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Is 40, 29-31).
Si es penoso experimentar la propia impotencia, es sumamente alentador poder contar con el poder de Dios, el cual se complace en elegir “lo necio del mundo, para confundir a los sabios.., lo débil del mundo, para confundir lo fuerte, lo plebeyo y despreciable del mundo.., lo que no es” (1 Cr 1, 27-29).
La razón de tantos fracasos en el bien es no apoyarse bastante en la omnipotencia divina, contando demasiado con las fuerzas y medios humanos. Eso vale sobre todo en lo que concierne a la salvación y santificación propia y ajena, empresa que excede todo poder humano. Y no obstante es preciso trabajar en esta empresa con gran empeño y confianza, implorando continuamente la ayuda divina, porque “para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible” (Mt 19, 26).