Las personas vemos las cosas de un modo diferente, según los ojos con los que las miramos. Cuando las personas están penetradas por la Luz de Dios, porque ellas así lo eligieron después de escucharle, analizan las cosas con un juicio sereno y lleno de bondad y perciben con emoción los pequeños detalles con el que nos obsequia la naturaleza: el trino de un pájaro, el volar majestuoso de un ave, el aroma del romero que adorna nuestros montes, la dulce sinfonía de las aguas del mar cuando acarician la arena de la orilla, el sonar profundo de una campana que da las nueve y cuarto, los labriegos y pastores, por cuyo trabajo nos llega el pan nuestro de cada día, y la paz bendita que irradia una cruz de piedra en medio de cualquier camino.
Cuando ofendemos a nuestro Señor y perdemos su amistad, el alma queda nublada, y la Luz que antaño nos iluminó nos abandona, porque nosotros así lo elegimos. Entonces somos incapaces de emitir un juicio ponderado de las cosas, y dejamos de reconocer la belleza que existe por encima del mar y por debajo de las estrellas.
Nos quedamos yermos de ilusión y a expensas de la ley del dueño de este mundo que no es Luz, sino tiniebla. El sexo, el dinero, la vanidad y el “amor propio” pasan a ser los dueños de nuestras vidas, solo vemos nuestros problemas y desatendemos a quienes nos rodean; nada nos hace feliz, y la fuente que un día nos alimentó se convierte en un manantial de lágrimas.