LA MOSCA ENEMIGA DE LA PENA DE MUERTE
por Francisco-Manuel Nácher
Estaba agobiado. Mi defecto congénito de proponerme realizar
más trabajo del que puedo, me tenía esclavizado. Llevaba varios días
sin descansar y la labor a realizar parecía aumentar en proporción
creciente. De modo que había dejado pendientes varias cosas
importantes, entre ellas, un aviso de Amnistía Internacional para
escribir a determinado Presidente de Estado solicitándole el indulto de
un condenado a muerte, en un juicio irregular, y cuya ejecución se
había ya aplazado una vez, pero ahora se había fijado ya una fecha
definitiva, muy próxima, para el cumplimiento de la sentencia.
En plena vorágine cumplidora de mis trabajos comprometidos,
me había olvidado completamente de este asunto.
Y, hasta tal punto de agotamiento mental llegué que decidí
concederme un descanso y salir al jardín a leer durante unos minutos
algo que me distrajese. Y así lo hice.
Elegí, para esa lectura, prácticamente sin pensarlo, de entre el
montón de libros aún sin leer, que tengo a mi izquierda junto a la
pared, (porque ya no hay sitio para ellos en ninguna estantería ni
mueble de la casa), uno cualquiera, que resultó ser “El vellocino de
oro”, de Robert Graves. Así que abandoné mi despacho, bajé la
escalera, salí al jardín y me dispuse a leer a la sombra de un gran olmo
que nos protege, amoroso, del sol excesivo. He de reconocer que
comencé la lectura con fruición, no sólo para olvidar el montón de
cosas pendientes y urgentes que dejaba arriba, sino porque hacía
tiempo ya que deseaba leer aquella obra.
Apenas abrí el libro, una mosca inoportuna- hay pocos animales
tan inoportunos – se posó en mi rostro y me obligó a espantarla con la
mano. Pero, con ese tesón, digno de mejor causa, de las moscas,
insistió, una y otra vez, en su empeño por aterrizar sobre mí. Yo, por
mi parte, que al principio ni había reparado en ella y había actuado de
modo casi automático para espantarla, empecé a seguirla con la
mirada para “atacarla” inmediatamente al siguiente intento. Y así lo
hice: apenas se me acercó, haciendo alarde de unos reflejos felinos, la
atrapé (he de reconocer que, de niño, era un campeón y mis reflejos
llegaron a ser dignos de ellas) y la retuve un instante, presa, en mi
puño. Luego, lo abrí y la mosca se alejó – pensé - asustada del peligro
que había corrido.
Así que seguí leyendo y me sumergí de veras en la lectura, que
se prometía muy interesante. Pero, cuando llegué a la página 11, en la
que se narra la conversación entre el griego Alceo (uno de los
Argonautas) con una ninfa de las Naranjas (o Manzanas de Oro de las
Hespérides) en la isla de Mallorca, regresó la mosca con renovadas
fuerzas y se posó sobre el libro. Inmediatamente reaccioné y la
espanté. Aquello se había convertido casi en una cuestión de amor
propio. La espanté y se fue… para regresar al instante. Yo mismo me
reí de aquella especie de guerra tan curiosa que nos habíamos
declarado ambos y hasta me pregunté si realmente sería la misma
mosca de antes.
Pero concluí que sí, que era ella. Que se había sentido ofendida
por el apresamiento de que había sido objeto y regresaba para
demostrarme que no me temía y que podía ser más ágil que yo. Y
acepté de nuevo el desafío.
Así que ella se empeñó en posarse sobre la página que yo leía y
yo me empeñé en alejarla de allí. Y tanto insistió, que aquello empezó
a parecerme algo realmente especial y me sentí inclinado a dejarla
hacer y observarla. Pensé que debería haber algo particular en aquella
página para que la atrajese de tal modo. Pero la página no tenía nada
de especial.
La mosca, entonces, como si, además, quisiese burlarse de mí,
empezó a interpretar una especie de baile muy curioso: se posaba en
un punto que iniciaba una línea, – siempre el mismo – caminaba a lo
largo de esa línea hasta el final, como si la leyera detenidamente,
luego volaba hasta el principio de la línea siguiente, que “leía”
también completa y, después, emprendía el vuelo… para regresar, a
los pocos segundos, a repetir toda la operación.
Al principio, yo la espantaba tras la segunda línea (aún no muy
consciente de que ella la “leía”), pero aquella insistencia, aquel repetir
siempre el mismo recorrido, me llevó a pensar que algo anormal
estaba ocurriendo y que yo debería reaccionar también de modo
especial. Y repetí mi observación detallada: ¡Todas las veces hacía lo
mismo!
Realmente intrigado, hice lo que suelo hacer cuando tengo un
problema que no alcanzo a resolver, e invoqué mi intuición. Y ésta,
como siempre, me respondió al instante sugiriéndome que leyese las
palabras sobre las que la mosca caminaba. Y, con verdadero asombro
y gratitud leí lo siguiente: “A ningún hijo varón de nuestra familia se
le permite vivir más allá de la segunda siembra”
¡Se trataba de un recordatorio! En un instante, recordé a aquella
persona condenada a muerte y la necesidad y urgencia de redactar el
documento pidiendo su indulto. Dejé el libro sobre la silla, subí a mi
ordenador y redacté y envié la petición urgentemente. Y me sentí
avergonzado por que una mosca hubiera tenido que recordarme algo
tan elemental como intentar salvar la vida de un hombre.
¡Comprobé, de ese modo, que toda la creación es un todo único,
que a todos nos atañe el dolor de cualquiera, que los animales y los
hombres, los ángeles y los arcángeles (espíritus grupo de los animales)
miran por nosotros incluso con más amor que nosotros mismos.
Y agradecí al espíritu grupo de las moscas el inmenso favor que
me acababa de hacer. Y le prometí firmemente no volver a asustar a
ninguna de sus criaturas.
* * *
EPÍLOGO (Siete días más tarde)
Acabo de ver en la televisión el anuncio de la inmediata
ejecución del condenado cuya vida quisimos salvar la mosca y yo.
Una inyección letal la truncará. Algo se ha roto dentro de mí. Pero me
queda la esperanza – remota pero esperanza - de que el cuento de
arriba no se pierda en el olvido y algún lector, en algún momento y en
algún lugar, haga suyo el mensaje y lo transmita. Y cunda. Y llegue un
día en que nadie más se atreva a quitar la vida a un hermano. La
mosca y yo se lo agradeceremos, aunque ya no estemos aquí.
* * *
EPÍLOGO DEFINITIVO (tres días después)
Hoy he llorado de nuevo. Pero esta vez de alegría, de gratitud y
de felicidad. Cuando imaginaba a nuestro desgraciado hermano
víctima de la justicia humana, la televisión de hoy nos ha obsequiado
con la noticia: ¡el gobernador del estado, a última hora, le ha
conmutado la pena de muerte por la de cadena perpetua! Ha triunfado,
pues, la justicia divina. Y, tanto la mosca como yo, podemos sonreír
porque nuestro diminuto esfuerzo no fue en vano. ¡Gracias, Dios!
* * *