por Francisco-Manuel Nácher
Se dice que el hombre es malo; que es un lobo para el hombre (homo homini lupus); que
no piensa en los demás; que es egoísta y excluyente; que es cruel, egocéntrico y soberbio; que la
ambición lo domina; que la envidia lo corroe; que la lujuria lo subyuga; que los placeres lo
acogotan; que es insolidario, etc. etc. Y todo ello es verdad.
Pero también se dice que el hombre es bueno; que siente compasión; que, cuando hace falta,
está dispuesto a ayudar; que aspira a un mundo mejor; que, aunque aparente ser feliz, en un
rinconcito de su alma, algo no lo es cuando ve la desgracia ajena; que, hasta el más depravado de
los hombres ama a su perro o a su amigo o a su madre; que todos llevamos dentro el amor y
buscamos amor y, cuando encontramos la persona apropiada, lo damos y, cuando la persona idónea,
lo recibimos; que, como muy gráfica pero muy acertadamente decían algunas pegatinas en la trasera
de los coches, “to er mundo é güeno”. Y también es verdad.
¿Cómo es posible? ¿Cómo podemos ser, al mismo tiempo, buenos y malos?
La respuesta es sencilla: si el hombre fuese sólo lo que la mayor parte cree, un cuerpo físico,
esa dualidad sería imposible. Pero es que el hombre no es eso. No es sólo eso. El hombre es más.
Mucho más. Es un conjunto de cuatro cuerpos, - físico, etérico, de deseos y mental -
compenetrándose, influyéndose y conviviendo. Por tanto, no resulta raro que unas veces seamos
buenos y otras, malos. Dependerá del cuerpo que esté actuando, es decir, dominando, en ese
momento. Y dependerá siempre, del grado de evolución alcanzado por el conjunto.
Y aún, de la
relación lograda entre esos cuatro cuerpos, a los que llamamos, globalmente, la “Personalidad” y el
Yo Superior, nuestro verdadero yo, compuesto, a su vez, por tres espíritus: Humano, de Vida y
Divino.