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VARIOS AUTORES: Conocer, amar y seguir a Cristo (Anthony de Mello, S.J.)
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: moriajoan  (Mensaje original) Enviado: 09/03/2013 13:47

 

 

 

Conocer, amar
y seguir a Cristo(I)
Ya hemos hablado de la realeza de Cristo y de la llamada
que nos hace a seguirle llevando su cruz. Os invito a que en
estos próximos días hagáis de ello (ser discípulos, seguir a
Cristo, llevar su cruz) el tema de vuestra oración. Pero seguir
a Cristo no es posible si antes no le hemos conocido y amado.
Y ésta es la gracia que yo quisiera que pidierais a Dios en
estos días: la gracia de conocer a Cristo, amarle y seguirle
fielmente.
En los minutos que siguen, vamos a hablar sobre ese
conocer, amar y seguir a Cristo. Luego quisiera proponeros
un método para orar sobre la vida de Cristo que tal vez pueda
ayudaros a obtener dicha gracia.
 
 
Conocer a Cristo
Conocer a Cristo significa encontrarse con él. Así es como
conocemos a las personas. Hay diferencia entre saber acerca
de una persona y conocerla. Esto último sólo es posible
cuando nos hemos encontrado personalmente con ella. Así
pues, pidamos la gracia de conocer a Cristo personalmente.
Ésta es la clase de conocimiento que tuvieron de Jesús
aquellos samaritanos del capítulo 4 de Juan después de que
la mujer samaritana se lo hubo presentado: «Muchos
samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las
palabras de la mujer, que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo
que he hecho". Cuando llegaron donde Él los samaritanos, le
rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y
fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y
decían a la mujer: "Ya no creemos por tus palabras, porque
nosotros mismos hemos visto y oído y sabemos que éste es
el Salvador del mundo"» (Jn 4,39-42). A esto es a lo que
aspira cualquier sacerdote, catequista o anunciador del evangelio:
a que sus oyentes le digan: «Ya no creemos por tus
palabras, porque nosotros mismos hemos visto y oído». Ésta
es la clase de conocimiento de Cristo de la que estoy hablando.
Un conocimiento que es impartido por el propio
Cristo, no por los libros ni por los predicadores.
San Pablo apreciaba de tal modo este conocimiento que
estaba dispuesto a darlo todo por él. Escuchemos sus propias y
expresivas palabras: «Pero lo que era para mí ganancia, lo he
juzgado una pérdida a causa de Cristo. Más aún: juzgo que
todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las
tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en Él, no
con la justicia mía, la que viene de la Ley... y conocerle a Él,
el poder de su resurrección y la comunión en sus
padecimientos, hasta hacerme semejante a Él en su
muerte...» (Flp 3,7-10).
¿Es para nosotros el conocimiento de Cristo lo que fue
para Pablo? Hoy nos esforzamos muchísimo por adquirir todo
tipo de conocimientos en orden a nuestro apostolado, según
decimos; y probablemente es muy conveniente que lo
hagamos. Sin embargo, todo ello (todos nuestros estudios,
títulos, diplomas, etc.) no vale para nada si no conseguimos
adquirir aquel otro conocimiento.
Recuerdo haber leído en algún lugar la historia de un
relojero que entró en el ejército y que, cuando descubrieron
que era un fenómeno reparando relojes, se encontró con tanto
trabajo que, cuando llegaba el momento del combate, estaba
demasiado ocupado en reparar relojes y no tenía tiempo para
luchar; ni siquiera tenía el conocimiento ni la predisposición
indispensables para luchar con un mínimo de eficacia.
¡Cuántos sacerdotes se han especializado hoy en toda clase
de disciplinas y saberes... y, sin embargo, apenas conocen a
Cristo! Sencillamente, no han tenido tiempo para ello (¿en
qué demonios están tan ocupados?, se pregunta uno), y
difícilmente puede esperarse de ellos que sientan el más
mínimo entusiasmo por transmitir a otros lo que ellos no han
conseguido aprender.
Debemos persuadirnos profundamente de que ese
conocimiento de Cristo es algo que toda la reflexión y toda
la meditación del mundo no pueden proporcionarnos. Es
puro don de Dios. Lo único que podemos hacer es pedirlo,
humilde y constantemente, en la oración. Os sugiero que
pidáis la intercesión de Nuestra Señora para que os obtenga
esta gracia, sabiendo que es el Padre quien ha de daros a
conocer a Cristo y mostraros quién es: «Bienaventurado eres,
Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne
ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt
16,17). «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se
las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu
beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce
nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar»
(Mt 11,25-27).
Para adquirir este conocimiento, el hombre debe ser
«dado» al Hijo por el Padre: «Ésta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado
Jesucristo... Yo he manifestado tu Nombre a los que me has
dado sacándolos del mundo» (Jn 17,3.6). «Todo lo que me
dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré
fuera... Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no
pierda nada de lo que él me ha dado... Nadie puede venir a
mí si el Padre que me ha enviado no le atrae...» (Jn 6,37ss).
«Yo soy el buen pastor, y conozco a mis ovejas, y ellas me
conocen a mí» (Jn 10,14).
Los discípulos adquirieron este conocimiento de Cristo de
un modo gradual. En Jn 14,9 leemos lo siguiente: «¿Tanto
tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe?» Y en
Le 9,44-45 leemos esto otro: «Dijo Jesús a sus discípulos:
"Poned en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los hombres". Pero ellos no
entendían esto; les estaba velado, de modo que no lo
entendían, y temían preguntarle acerca de este asunto».
Esto de que el conocimiento de Cristo es puro don de
Dios lo expresa admirablemente una persona de la que quizá
no cabría esperarlo: el Mahatma Gandhi. Todos sabemos
cuánto admiraba Gandhi a Jesús y cuan heroicamente vivió
los principios del Sermón del Monte. Sin embargo, nunca se
hizo cristiano ni pudo aceptar a Jesús como el Hijo de Dios.
El protestante Stanley Jones, que fue un gran admirador de
Gandhi, escribió en cierta ocasión a éste la siguiente carta:
«Usted sabe el amor que le profeso y cuánto me he esforzado
por explicar a Occidente la figura de Usted y su movimiento
de no-violencia. Pero hay algo en lo que me siento bastante
decepcionado. Yo pienso que Usted ha comprendido ciertos
principios de la fe cristiana que le han moldeado a Usted y le
han ayudado a ser verdaderamente grande; y es cierto: ha
comprendido Usted los principios, pero se ha olvidado de la
Persona. Usted dijo en Calcuta a los misioneros que no
buscaba consuelo en el Sermón del Monte, sino en el
Bhagavad-Gita. Tampoco yo busco consuelo en el Sermón
del Monte, sino en esa Persona que encarna en sí misma y
ejemplifica el Sermón del Monte; una Persona que es mucho
más. Aquí es donde creo que no ha logrado Usted comprender
debidamente. Si me lo permite, le sugeriría que intentara
llegar, a través de esos principios, a la Persona, y que luego
nos dijera lo que ha encontrado. No le digo esto como un
simple apologeta del cristianismo. Se lo digo porque
necesitamos de Usted y del ejemplo que podría darnos si
realmente llegara Usted a comprender el verdadero centro: la
Persona».
Gandhi le respondió a vuelta de correo: «Aprecio
enormemente el amor que se refleja en su carta y su
bienintencionada sugerencia, pero mi dificultad viene de
muy atrás. Otros amigos ya me han sugerido con
anterioridad algo parecido. Pero no puedo adoptar esa
postura intelectualmente; es preciso que el corazón se sienta
tocado. Saulo no se convirtió en Pablo mediante un esfuerzo
intelectual, sino porque algo tocó su corazón. Lo único que
puedo decir es que mi corazón está absolutamente abierto y
que no actúo de manera interesada. Deseo encontrar la
verdad y ver a Dios cara a cara».
Pidamos, pues, al Padre que nos atraiga hacia Cristo y
nos permita conocerle, porque nadie conoce a Cristo, sino el
Padre. Pidamos también al Espíritu Santo esta gracia, porque
«el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios.
En efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre, sino el
espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie
conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu que viene de Dios.
Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el
Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que
Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2,10-12).
 
 
Anthony de Mello, S.J.

 




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