Hace varios milenios que el espíritu humano ha venido expresando su inquietud sobre la cuestión del destino definitivo de la persona después de la muerte.
El ansia de alcanzar la inmortalidad estuvo presente en relatos y poemas de numerosos pueblos antiguos. La humanidad no se resignaba de buena gana a la idea de que la muerte fuese una aniquilación total.
En nuestros días no pocas personas experimentan grandes dificultades para abrirse a la trascendencia; les parece irracional afirmar la viabilidad de la esperanza cristiana.
Los creyentes no podemos responder con argumentos empíricos ni con pruebas contundentes pero el testimonio de los primeros discípulos y su inquebrantable convicción de que Jesús está vivo sustenta nuestra esperanza.
Cada creyente tendrá que encontrar el camino para experimentar la presencia del Señor resucitado que ha recibido merecidamente el don de la vida plena de manos del Padre.