Hay una leyenda que cuenta la vida de un volatinero, que daba saltos y saltos por los pueblos para alegrar a la gente. Un día, cansado de esa vida, quiso entrar a un convento para servir a Dios y fue aceptado por su buen corazón. Pero, cuando los monjes iban a la iglesia a rezar en sus grandes libros, él se sentía triste, porque no sabía leer y creía que nunca podría hacer oración como los otros monjes.
Una noche, cuando todos estaban dormidos, se fue a la capilla y le dijo al Señor: “Señor, Tú sabes que yo no sé leer ni rezar, pero te amo y te lo quiero demostrar con mis saltos y piruetas como cuando hacía reír a la gente. Ojalá te pueda consolar y hacer reír”. Así empezó su sesión de saltos y más saltos para alegrar a Jesús.
Pero el Superior oyó ruidos y fue a la capilla. Y, cuando le iba a llamar seriamente la atención, vio que Jesús se sonreía desde su imagen; y entendió que estaba contento de aquella manera sencilla de expresarle su amor, que era una bella manera de orar.