EL SECRETO DEL ÉXITO
He aquí un asunto que debiera interesar a todos, porque seguramente todos deseamos tener
éxito en la vida; pero la cuestión es el saber lo que es éxito. Es posible que cada individuo
opine sobre este punto de distinto modo. Pero reflexionando un poco se verá muy pronto con
toda claridad que cualquier sendero que sigamos en nuestro deseo de obtener éxito debe
seguir invariablemente el rumbo de la evolución humana. Por esta razón debe haber una
contestación general acerca de lo que constituye el éxito y cuál es su secreto. Seria, sin
embargo, un error el tratar de hallar la solución de este problema sólo por el examen de la
vida del hombre durante la edad actual de la humanidad. El único medio de obtener la
perspectiva necesaria para llegar a una contestación adecuada, es mirando por un lado al
pasado del hombre y por otro lado a su futuro desarrollo.
No necesitamos entrar en mayores detalles. Mencionaremos en primer lugar que en las
épocas primitivas de nuestra evolución, cuando el hombre en formación descendió del mundo
espiritual a su presente existencia material, el secreto del éxito estaba en el conocimiento del
mundo físico y de sus condiciones inherentes. En aquellos tiempos no era necesario hablar a
la humanidad del mundo espiritual y de nuestros vehículos superiores, porque éstos eran
hechos patentes para todo el mundo. Entonces veíamos y vivíamos todos en los dominios
espirituales. Pero habíamos iniciado el descenso al mundo físico, y por esta razón las escuelas
de Iniciación enseñaban a los precursores de la humanidad las leyes que rigen al mundo
físico, y las iniciaban en las artes y oficios que servían para conquistar el reino de la materia.
Desde entonces, hasta una fecha relativamente reciente, la humanidad ha estado trabajando
para perfeccionarse en estos ramos del saber, que alcanzaron su más alta expresión en los
siglos inmediatamente anteriores al descubrimiento del vapor, y están ahora en su
decadencia.
A primera vista esto puede parecer una afirmación sin fundamento, pero un examen
minucioso de los hechos nos hará pronto encontrar la verdad de la tesis. En las llamadas
"edades de las tinieblas", la Edad Media, no había fábricas; pero en cambio, en cada ciudad y
en cada aldea había gran número de tiendecitas en las cuales el maestro, a veces solo y a
veces con algunos oficiales y aprendices; elaboraba los productos de su profesión, desde la
primera materia hasta su perfección final, ejerciendo su habilidad e instinto creador y
aplicando toda su buena voluntad y poniendo toda su alma y corazón en la creación de cada
pieza que salía de sus manos. Si era herrero, sabía producir objetos artísticos de hierro en
forma de verjas, muestras, puertas y otras cosas que eran el encanto de las urbes y aldeas de
la Edad Media. El fruto de su trabajo no se alejó tampoco nunca mucho del artífice y al
pasearse por la ciudad, podía ver aquí y allá los distintos ornamentos labrados por él y sentía
íntimo gozo por su hermosura; y a la vez podía sentirse satisfecho de cómo había ganado el
respeto y la admiración de sus conciudadanos por su trabajo concienzudo y artístico.
El ebanista que hacía el armazón de las sillas también las tapizaba y labraba, aquellos dibujos
artísticos que hoy en día estamos deseosos de copiar. El zapatero, el tejedor y todos los
demás artesanos, sin excepción, fabricaban todos los artículos en su totalidad hasta dejarlos
terminados desde la materia prima y todos ponían su orgullo en su industria. También todos
trabajaban largas horas sin murmurar ni quejarse, porque todos hallaban una verdadera
satisfacción en el ejercicio de su instinto creador. En todos los talleres se podía escuchar el
canto del herrero acompañando a sus martillazos en el yunque, y los oficiales y aprendices no
se sentían como esclavos, sino como futuros maestros.
Después vino la edad del vapor y de las máquinas, y con ella un nuevo sistema de labor. En
vez de la producción del articulo, terminado desde la primera materia por el mismo
individuo, que daba satisfacción a su instinto creador, el nuevo plan hacía del hombre un
ténder de la máquina, que producía solamente una parte del artículo terminado, y luego las
distintas partes eran unidas o compuestas por otros operarios. Este método disminuía el costo
de producción y aumentaba la cantidad total obtenida, pero no dejaba margen para el instinto
creador del hombre, quien se transformaba en una sencilla rueda de una gran máquina. En la
tienda medieval el dinero era por cierto, un factor de menor importancia; la alegría de la
producción creadora era todo; el tiempo no importaba tampoco. Pero bajo el sistema nuevo
del hombre empezó a trabajar por el dinero y contra el tiempo, con el resultado de que las
almas de maestros y ayudantes están hoy en día extenuadas. Han perdido la sustancia y
retenido sólo la sombra de todo lo que da un valor real a la vida, porque están laborando por
algo que no pueden ni usar ni disfrutar.
Esto se refiere tanto a los patronos como a los obreros. ¿Qué diríamos de un joven que se
impusiera como una obligación la de acumular un millón de pañuelos de los cuales no podría
servirse nunca? Le llamaríamos loco seguramente. Y ¿por qué no incluimos en la misma
categoría a un hombre que gasta toda su energía y se priva de todas las comodidades de la
vida para hacerse millonario? Este sistema no puede continuar, porque da al hombre una
piedra cuando pide pan, y es indudable que debe haber otros medios de desarrollo para él. En
el proceso de su desarrollo debe haber nuevas normas, y nuevos ideales deben presentar a
nuestra vista para ensancharnos el horizonte. Para descubrir indicios del rumbo de la
evolución debemos mirar a aquellos que están dotados de la mayor inspiración, es decir, los
poetas y videntes.
El poeta James Russell Lowell nos hace una preciosa revelación en su "Visión del Caballero
Launfal". Un caballero se marcha de su castillo ardiendo en deseos de acometer grandes
hazañas por la gloria de Dios y se pone en camino para unirse con los cruzados y buscar el
Santo Grial en Palestina. Sale de su mansión fiero y arrogante, pensando en su misión.
En el portal encuentra a un pobre mendigo, un leproso, que le tiende las manos, pidiendo una
limosna. Pero el Caballero Launfall no tiene compasión y para desembarazarse del
desagradable encuentro, le echa una moneda de oro y trata de olvidarle.
"El leproso, empero, no alzó el oro del polvo y dijo: "Mejor para mi es la corteza del pan del
pobre, mejor la bendición de éste, aunque tenga que retirarme de su puerta con las manos
vacías. No son verdaderas limosnas las que sólo pueden tomarse con las manos. Es inútil el
oro de aquel que da sólo porque le parece un deber hacerlo. Pero aquel que parte su pobreza y
da para quien no está al alcance de su vista (ese hilo de belleza, sostenedor universal, que
todo lo penetra y lo une), la mano no puede abarcar toda su limosna; el corazón ansioso
extiende sus brazos, porque un dios acompaña y provee al alma que antes estaba pereciendo
en la oscuridad."
¿Y qué nos dice el acto del caballero Launfall? ¿Podría esperar con tal estado de ánimo
obtener éxito y encontrar el Grial? Ciertamente, no. Y así sucedió, pues sólo hallaba
desengaño tras desengaño, y finalmente volvió a su castillo, desalentado y humillado su
corazón. Allí encontró otra vez al leproso y al verle:
º"El corazón sólo era ceniza y polvo; partió en dos su única corteza de pan, rompió el hielo de
la orilla del arroyuelo y dio de comer y de beber al leproso."
En seguida se puso de manifiesto el efecto de su obra de caridad recibiendo con ella la
recompensa:
"El pobre leproso no estaba ya acurrucado a su lado, sino que estaba ante él convertido en un
ser glorioso." Y su voz aun más dulce que el silencio dijo: "¡Mira, yo soy, no temas! En
muchos países has pasado los años de tu vida en vano buscando al Santo Grial. ¡Mira, aquí le
tienes! - Esta copa que has llenado para mi en el arroyo. Este pan es mi cuerpo partido para ti,
y esta agua es mi sangre vertida en la cruz. La Santa Cena se efectúa ciertamente en cualquier
cosa que partimos con un desgraciado. No es lo que damos de lo que nos sobra, sino lo que
partimos es lo que importa - porque la dádiva sin el dador no tiene valor. El que se da a si
mismo con su limosna alimenta a tres, a si mismo, a su hermano hambriento y a mi."
En estas palabras está todo el secreto del éxito que consiste en hacer las cosas insignificantes;
las cosas que acaso parecen desagradables y que están constantemente a nuestro alcance, en
vez de ir lejos y buscar fantasmas y quimeras que nunca se convierten en cosas definidas ni
tangibles.
¿Pero qué obtendremos si obramos de este modo?, puede ser la pregunta que pertinentemente
se nos haga. Y otro poeta nos contestará, hablándonos del pequeño caracol nautilus, hermoso
caracol de mar, de concha multivalva. Este animalito construye al principio un alvéolo
diminuto, justamente suficiente para contenerlo. Luego, al crecer, añade otro departamento
mayor en el cual se introduce para vivir allí durante el próximo periodo de crecimiento, y
sigue de este modo hasta haber construido una concha en espiral tan grande como puede, y
que entonces abandona. Esta idea el poeta la expresa en las líneas siguientes:
"Construye moradas más majestuosas alma mía,
A medida que corren los años veloces!
¡Abandona tu pasado de baja techumbre!
Haz que cada nuevo templo sea más noble que el último,
Sepárate del cielo con una cúpula más vasta,
Hasta que por fin estés libre de todo techo,
Abandonando tu estrecha concha para entrar en el gran océano de la vida."
Cuando hayamos llegado a este punto, habremos obtenido éxito todo el éxito que podemos
encontrar en nuestro mundo actual y entonces entraremos en una nueva esfera de
oportunidades mayores.