La felicidad humana se alcanza tan sólo cuando el deseo egoísta del yo y el impulso altruista del yo superior (espíritu divino) están coordinados y reconciliados por la voluntad unificada de la personalidad integrante y supervisora. La mente del hombre evolucionario se enfrenta constantemente con el complejo problema de arbitrar la contienda entre la expansión natural de los impulsos emocionales y el crecimiento moral de los impulsos altruistas predicados en el discernimiento espiritual —la reflexion religiosa genuina.
El intento de asegurar un bien equivalente para el yo y para la mayor cantidad de otros yoes presenta un problema que no siempre puede ser resuelto satisfactoriamente dentro de un marco espacio-temporal. En una vida eterna, estos antagonismos pueden ser solucionados, pero en la corta vida humana es imposible solucionarlos. Jesús se refirió a dicha paradoja cuando dijo: «El que salve su vida la perderá, pero el que pierda su vida en nombre del reino, la hallará».
El perseguimiento del ideal —la lucha por ser semejante a Dios— es un esfuerzo continuo antes y después de la muerte. La vida después de la muerte no es esencialmente distinta de la existencia mortal. Todo lo bueno que hagamos en esta vida contribuye directamente al enaltecimiento de la vida futura. La religión real no fomenta la indolencia moral ni la pereza espiritual al alentar la vana esperanza de recibir todas las virtudes de un carácter noble como resultado de cruzar las puertas de la muerte natural. La verdadera religión no menosprecia el esfuerzo humano por progresar durante el contrato mortal de la vida. Todo logro mortal es una contribución directa al enriquecimiento de las primeras etapas de la experiencia de supervivencia inmortal.
Es fatal para el idealismo del hombre que se le enseñe que todos sus impulsos altruistas son meramente el desarrollo de sus instintos gregarios naturales. Pero se encuentra ennoblecido y poderosamente energizado cuando aprende que estos impulsos superiores de su alma emanan de las fuerzas espirituales que residen en su mente mortal.
Eleva al hombre por encima y más allá de sí mismo el comprender plenamente que dentro de él vive y afana algo que es eterno y divino. Y así pues una fe viva en el origen superhumano de nuestros ideales valida nuestra creencia de que somos los hijos de Dios y hace reales nuestras convicciones altruistas, los sentimientos de la hermandad del hombre.
El hombre, en su dominio espiritual, verdaderamente tiene una voluntad libre. El hombre mortal no es un esclavo desamparado de la soberanía inflexible de un Dios todopoderoso ni la víctima de una fatalidad sin esperanzas dentro de un determinismo mecanicista cósmico. El hombre es en verdad el arquitecto de su propio destino eterno.
Pero el hombre no halla la salvación ni se ennoblece por las presiones. El crecimiento espiritual emana desde el interior del alma en evolución. La presión puede deformar la personalidad, pero no estimula jamás el crecimiento. Aún la presión educativa es útil únicamente en forma negativa, en cuanto ayuda a prevenir experiencias desastrosas. El crecimiento espiritual es más grande cuando todas las presiones externas son mínimas. «Donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad». El hombre se desarrolla mejor cuando las presiones del hogar, de la comunidad, la iglesia y el estado son menores. Pero esto no se debe interpretar como significando que no haya cabida en la sociedad progresiva para el hogar, las instituciones sociales, la iglesia y el estado.
Una vez que un miembro de un grupo social religioso haya cumplido con los requisitos de dicho grupo, debería ser alentado a disfrutar de libertad religiosa en la expresión plena de su propia interpretación personal de las verdades de la creencia religiosa y los hechos de la experiencia religiosa. La seguridad de un grupo religioso depende de la unidad espiritual, no de la uniformidad teológica. Un grupo religioso debería poder disfrutar de la libertad de pensar libremente, sin tener que volverse «librepensadores». Existe gran esperanza para toda iglesia que adore al Dios vivo, valide la hermandad de los hombres, y se atreva a quitar toda presión de credo de sus integrantes.