La verdad e una comprensión de las relaciones cósmicas, de los hechos del universo, y los valores espirituales— puede ser alcanzada mejor a través del ministerio del Espíritu de la Verdad y puede ser criticada mejor por la revelación. Pero la revelación no origina ni una ciencia ni una religión; su función consiste en coordinar tanto la ciencia como la religión con la verdad de la realidad. Siempre, en ausencia de revelación o ante su incapacidad de aceptarla o entenderla, el hombre mortal ha recurrido a su fútil gesto de la metafísica, siendo ésa el único sustituto humano de la revelación de la verdad o de la mota de la personalidad morontial.
La ciencia del mundo material permite al hombre controlar, y hasta cierto punto dominar, su ambiente físico. La religión de la experiencia espiritual es la fuente del impulso a la fraternidad que permite a los hombres convivir en las complejidades de la civilización de una era científica. La metafísica, pero más certeramente la revelación, permite un punto de encuentro común para los descubrimientos de la ciencia y de la religión y hace posible el intento humano de correlacionar lógicamente estos dominios separados pero interdependientes del pensamiento en una filosofía bien equilibrada de estabilidad científica y certeza religiosa.
En el estado mortal, nada puede ser probado en forma absoluta; tanto la ciencia como la religión se basan en suposiciones. En el nivel morontial, los postulados tanto de la ciencia como de la religión pueden ser comprobados, parcialmente, por la lógica mota. En el nivel espiritual de estado máximo la necesidad de prueba finita se desvanece gradualmente ante la experiencia real de la realidad y con la misma; pero aun entonces existe mucho, más allá de lo finito, que queda sin comprobar.
Todas las divisiones del pensamiento humano se basan en ciertas suposiciones que se aceptan, aunque no estén comprobadas, mediante una sensibilidad constitutiva a la realidad de la dotación mental del hombre. La ciencia inicia su carrera de razonamiento suponiendo la realidad de tres cosas: la materia, el movimiento y la vida. La religión inicia su carrera con la suposición de la validez de tres cosas: la mente, el espíritu y el universo —el Ser Supremo.
La ciencia se vuelve el dominio del pensamiento de las matemáticas, de la energía y de lo material del tiempo en el espacio. La religión intenta tratar no sólo con el espíritu finito y temporal sino también con el espíritu de la eternidad y de la supremacía. Sólo a través de una larga experiencia en mota estos dos extremos de la percepción universal pueden hacer que produzcan interpretaciones análogas de orígenes, funciones, relaciones, realidades y destinos. La armonización máxima de la divergencia energía-espíritu está en el circuito de los Siete Espíritus Rectores; la primera unificación de esta divergencia, en la Deidad del Supremo; su unidad finalista, en la infinidad de la Primera Fuente y Centro, el YO SOY.
La razón es el acto de reconocer las conclusiones de la conciencia en cuanto a la experiencia en el mundo físico de energía y materia y con ese mismo mundo. La fe es el acto de reconocer la validez de la conciencia espiritual —algo que no admite otra prueba mortal. La lógica es la progresión sintética de la búsqueda de la verdad de la unidad de la fe y la razón y está fundada en las dotes constitutivas de la mente de los seres mortales, el reconocimiento innato de cosas, significados y valores.
Existe una verdadera prueba de realidad espiritual en la presencia del Ajustador del Pensamiento, pero la validez de esta presencia no es demostrable al mundo exterior sino sólo al que así experimenta la residencia de Dios. La conciencia del Ajustador se basa en la recepción intelectual de la verdad, la percepción supermental de la bondad, y la motivación de la personalidad al amor.
La ciencia descubre el mundo material, la religión lo evalúa, y la filosofía intenta interpretar sus significados mientras coordina el punto de vista material científico con el concepto religioso espiritual. Pero la historia es el dominio en el que la ciencia y la religión tal vez no lleguen nunca a concordar totalmente.