¡Ahora sí, claro! ¡Si ahora viniese Cristo, todos nos arrojaríamos a
sus pies y nos llenaríamos de amor por Él y lloraríamos amargamente
por nuestros errores y seríamos capaces de hacer por Él los mayores
esfuerzos y sacrificios!...pero, ¡seamos honestos!: Eso lo haríamos, lo
mismo que el bueno de Clodoveo, porque sabríamos que se trataba de
Cristo, ¡nada menos que del Hijo de Dios.
No nos engañemos: nosotros, ahora, sabemos mucho más sobre el
tema, tenemos muchos más datos, poseemos más información y, sin
embargo, tampoco lo vemos. Aquellos judíos y romanos tenían más
excusa entonces que nosotros hoy. Pero la situación es la misma: ellos no
estaban predispuestos para recibir a Cristo, y nosotros, tampoco lo
estamos; ellos se ocupaban sólo de sus necesidades y sus negocios y sus
problemas, y nosotros también; ellos eran incapaces de ponerse en el
lugar del prójimo necesitado, exactamente lo mismo que nosotros; ellos
sólo buscaban la satisfacción material, como nosotros; ellos creían que
no pensar en la muerte la alejaría de sus vidas, y nosotros hacemos lo
mismo; ellos no creían necesario orar a Dios, puesto que no veían la
hermosura del mundo, debido a su propia miopía espiritual adquirida,
como nos sucede a nosotros; ellos planteaban su existencia como una
“huída hacia delante”, en vez de preguntarse sobre la vida y la muerte,
igual que hacemos nosotros hoy; ellos concebían la vida como un
continuo disfrutar, gozar, satisfacer deseos, sin preocuparse de su calidad
ni de su costo, lo mismo que nosotros ahora; ellos habían reducido el
mundo del hombre, lleno en su origen de grandeza, de posibilidades y de
futuro, a un oscuro rincón lleno de miserables bienes perecederos,
exactamente como nosotros hacemos hoy; ellos preferían pensar que la
vida era un azar, una lotería, en vez de esforzarse por conformarla, como
hacemos nosotros; ellos eran capaces de matar, de robar, de mentir, de
injuriar, de blasfemar, de perjurar, de calumniar, de estafar, de explotar,
de esclavizar,…a cambio de unas monedas, de una fama o de un poder
efímeros que, en realidad, nada valen y nada les aportaban, lo mismo que
hacemos nosotros, que suspiramos por las rebajas de los artículos de
consumo y nos preocupamos por los saldos y las gangas y las marcas de
cosas materiales pero, ante “la mejor rebaja de la historia” de productos
espirituales, ante “la mayor ganga y el mejor saldo y la mejor marca”
jamás conocidos, pasamos indiferentes y con la mirada y la atención fijas
en aquéllos.
Cuando Cristo vino, sólo unos pocos habían alcanzado el nivel
evolutivo suficiente para “verlo,” para sentirse atraídos irresistiblemente
por Él, para seguirlo sin vacilación adondequiera que fuese. Los demás
sólo pudieron ver a un hombre un poco especial, pero por el cual no
valía la pena sacrificar lo “verdaderamente valioso” del mundo material.
Sabemos que la ley cósmica nos hace ver a los demás a través de
nuestros propio cristal, y atribuirles, así, a ellos, de modo inevitable,
nuestras propias imperfecciones. Por eso, unos veían en Cristo sólo afán
de proselitismo y protagonismo; otros veían un vividor a costa de los
demás; otros, un ávido de poder o de autoridad; o sospechaban en Él un
oculto propósito político; o la seducción de alguna mujer, como la
Magdalena; o, incluso, creían ver, simplemente, a un loco… Y sólo
aquéllos que, gracias a sus esfuerzos de muchas vidas, vividas en la
buena dirección, habían llegado al punto de ver sólo lo verdadero, lo
bueno y lo bello, aquéllos cuyo cristal interior estaba limpio y
transparente, pudieron ver la Verdad sin telarañas, sin coloraciones
ajenas, y sintieron su llamada, su atracción, su seducción, su voz
inequívoca interior, y comenzaron a vibrar al unísono con Él, y ya no les
fue posible dejar de hacerlo.
Pero, ¿es que Cristo no está aquí, entre nosotros? ¿Es que acaso no
está en nuestro interior y en nuestros amigos y parientes y vecinos, y en
las avecillas y los peces y las flores y los arroyos y, sobre todo, como Él
nos dijo, en los afligidos y los pobres y los desamparados y los
explotados y los olvidados por nosotros, precisamente por nosotros, tan
decididos a “hacer cualquier cosa por Él” si viniese?
Así que, no nos lamentemos por no haber estado allí y no haberlo
conocido. Ahora que poseemos la información, tratemos, con todas
nuestras fuerzas, de buscarlo, de localizarlo, de escucharlo y de seguirlo
hasta dondequiera que vaya. Porque, no lo dudemos, Cristo ha venido. Y
está entre nosotros. O, por mejor decir: está en nosotros.
Recordemos ese quinto versículo del Evangelio de San Juan: “…Y
la Luz (Cristo) resplandeció en medio de las tinieblas (nosotros), pero
las tinieblas no la comprendieron.”