Hala, pues ya está, ya ha pasado la Nochebuena y la Navidad. Toda la mañana fregando el despropósito de platos, vasos, bandejas y bandejillas que nos dejó la noche. Y no, no tengo fregaplatos porque es una máquina que no me acaba de convencer. Pero vamos al tema que hoy me perturba: la comunicación en Navidad.
En un tiempo muy muy lejano, había la costumbre de enviarse tarjetas de Navidad, incluso los bancos y los grandes almacenes lo hacían. Y eran tantas las tarjetas que llegaban a casa, que mi madre ponía cintas de raso en la puerta basculante del vestíbulo, y allí iba pegando las tarjetas que iban llegando. Al llegar Reyes la puerta ni se veía.
Luego, todos nos volvimos un poco más cómodos y decidimos que era más sencillo, e incluso más barato, llamarnos por teléfono. Era un placer escuchar las voces amadas que llegaban desde mil sitios diferentes. Espera que ahora se pone el papá. Espera que quiere hablar el chiquillo. Y hablábamos todos mientras decíamos "déjame a mí que tú ya has hablado bastante" y frases por el estilo. No hace falta decir que el fenómeno "teléfono móvil" no había aparecido y que, por lo tanto, llamábamos desde casa mientras veíamos en la tele el programa navideño de la 1.
Y pasó el tiempo inexorable. Las tarjetas postales dejaron de llegar. Con un poco de suerte nos felicitaban los grandes almacenes y la aseguradora del entierro. Al buzón sólo llegaban las cartas del banco y la propaganda del Carrefour.
Y cuando pensábamos que las cosas no podían ir peor, hicieron su aparición los móviles y las redes sociales. Pero entonces no sabíamos que aquello era el principio del fin. Las llamadas de teléfono se vieron sustituidas por breves mensajes de "Feliz Navidad" aunque el emisario viviera a cien metros de tu casa. O sino, un simple vídeo prefabricado y hortera publicado en Face y reenviado por medio planeta. Lo soportamos con paciencia mientras esperábamos ansiosos que llegara una postal de Navidad o que, al menos, sonara el teléfono. Pero no.
Y el colmo de los colmos, el no va más, la intolerabilis invention, llegó a nuestras vidas con todos los honores de su propia decadencia: el wassap, ese maldito invento que nos aleja de todos cuando creemos que nos acerca, esa aplicación demoníaca que nos sume en la más absoluta de las soledades. Ahora ya ni dulces tarjetas pintadas por Ibañez, ni llamadas telefónicas, ni mensajes, ni postales de casitas nevadas en el Face. Ahora sólo esos horribles vídeos creados por mentes enfermas en los que cuatro muñequitos, a cuál más espantoso, dan brincos en la pantalla mientras cantan la marimorena.
No puedo más. Me rebelo contra esa malsana y extendida costumbre y a partir de ya -aviso a navegantes- voy a borrar todos esos vídeos sin abrirlos. Si alguien quiere felicitarme la Navidad o el Año nuevo que, al menos se tome la molestia de escribir un texto, de expresar sus buenos deseos con palabras, de plasmar sus sentimientos con cercanía.
El afecto y el cariño sólo se mide con el tiempo que entregas a los demás. Lo demás son cuentos chinos.