El célebre refrán de «Nadie regala duros a pesetas» fue para Doña Baldomera, hija de Mariano José de Larra, la inspiración de uno de los timos más famosos de la historia de Madrid. La pícara protagonista de esta historia jugó con lo que siempre hace caer en la trampa a todos los timados: beneficios rápidos y una avaricia ingente. Con ella manejó a su antojo quien, según algunos historiadores, fue la inventora de las estafas piramidales que han llenado las páginas salmón de la prensa económica. Todo se remonta al año 1876 y a la apertura de un nuevo banco que ofrecía, precisamente, pingües réditos de un real al mes por cada duro depositado. Los beneficios participaban de la explotación de una mina gestionada por su esposo en Sudamérica que nunca existió. El interés era de un 60% anual.
La imposiciones en la novedosa caja de ahorros no se hicieron esperar. Sin más anuncios que el boca a oreja, Baldomera de Larra y Wetoret vio pronto hacer cola a sus incautas víctimas en la sede de su entidad, situada en el desaparecido Teatro España de la plaza de la Paja. Según recogen las hemerotecas hubo labradores que vendieron sus yuntas para dedicar el dinero al negocio de los intereses. También hubo quien enajenó sus fincas para entregar cantidades desorbitadas de capital que desgraciadamente perderían más tarde. Cuentan que hasta hubo niños que llevaron sus huchas.
¿Pero cómo consiguió esta mujer engañar a medio Madrid? La buena señora cumplió a rajatabla los supuestos beneficios a los impositores durante meses. Entre mayo y octubre de 1876 su banco dio salida a cerca de 6 millones de reales que dieron una gran alegría a los confiados inversores. Sin embargo, el 4 de diciembre de 1876 el castillo de naipes levantado por Baldomera se derrumbaba, dejando al aire una de las estafas más sangrantes de la historia.
Una oficina bancaria, en un teatro
La oficina de Doña Baldomera no era más que un decorado que consiguió aparentar lo que no era. Ella misma, según relató a principios del siglo XX la periodista Colombine, fue víctima meses antes de la usura de un prestamista que se aprovechó de su situación desesperada. Su marido, médico de Amadeo de Saboya, fue cesado en su puesto después de la renuncia del monarca y tuvo que emigrar a América. La protagonista se quedó sola, con un hijo y sin un real. Acuciada por la necesidad ingenió un timo que destrozó la vida de miles de madrileños. Lo hizo gracias al apoyo de un grupo de hombres que participaron en menor o mayor medida en el fraude: Saturnino Iruega, que ejerció como administrador; un joven llamado Nicanor, empleado del Teatro de la Zarzuela, y los señores Enciso, Rojas y Casanova –empleado del Ministerio de la Gobernación–.
Desvelado el asunto, Doña Baldomera cogió un día los siete millones de reales que amasó en apenas 7 meses y huyó, tras hacer acto de presencia en una función del Teatro de la Zarzuela. La estafadora se dejó ver en su palco privado pero, antes de que terminara la función, ordenó a su cochero coger el camino de Pozuelo para huir con nocturnidad, en el tren de Francia, hacia Suiza. La justicia ordenó su búsqueda y captura pero de nada sirvió. Sin embargo, el día 15 de julio de 1878, la hija de Larra regresó a Madrid y fue detenida. Los años siguientes los pasó en la cárcel. Su hermano Luis Mariano de Larra, autor de «La oración de la tarde», rompió lazos con ella por vergüenza. Finalmente murió enferma y sola en un hospital. El dinero nunca regresó a sus incautos dueños.